Un hijo mío, Miguel, de 19 años, me escribe un e-mail desde Taiwán, adonde ha llegado hace pocos días para participar en uno de los campos de trabajo que patrocina el Instituto de la Juventud del Principado de Asturias, y me dice entre risas que las chicas del lugar, que al parecer son muy guapas y simpáticas, en cuanto le echan el ojo lo rodean muy excitadas y le piden hacerse fotos con él.

Hombre, reconozco que el chaval es un guaperas de sonrisa profidén, pero lo que le ocurre y le está haciendo sentirse como un actor de Hollywood quizá no sea tanto su atractivo personal, dice él, como el hecho de ser, en un país que empieza a abrirse al turismo (lo mismo que España en los sesenta del Fraga ministro de Información y Turismo), una novedad, una rareza, un souvenir.

El campo de trabajo en el que participa, junto con jóvenes estudiantes y profesionales del uno al otro confín, pretende dar con el modo, la idea matriz, el «nicho» de mercado para promocionar una zona de aquella isla asiática similar a alguno de los típicos puertos pesqueros que hay en Asturias, pero en oriental. Como le sugirieron que llevase información de su tierra relacionada con el asunto, mi hijo llevó consigo, en el coco y en la mochila, algunas de las experiencias asturianas que anidaron a partir de los años ochenta del pasado siglo, fructificaron bajo el paraguas del exitoso eslogan «Asturias, paraíso natural» y acabaron dando de sí un sector turístico que, pese a todas sus carencias, supone hoy el 10,4 por ciento del PIB asturiano.

No sé si Miguel, con su labia y soltura habituales, habrá podido explicar ya en Taisi, el enclave del suroeste taiwanés donde se encuentra, de qué va esa cosa llamada Asturias. Pero espero que le dé tiempo a hacerlo y mostrar también, en mi honor -que sufro día a día su extinción paulatina ante la invasión de tapones para escanciar de forma mecánica-, en qué consiste esa joya que es el escanciado tradicional de la sidra, en mi opinión lo más curioso y típico de la cultura sidrera asturiana, ya de por sí peculiar. Así que no me quiero imaginar la revolución entre las chicas taiwanesas, ya algo excitadillas, si, para explicar bien el asunto, Miguel se estira con chulería, levanta una botella al cielo (como un escanciador), pone un vaso en el otro confín del Suroeste (más o menos, en Taisi), apunta de reojo, suelta el chorro mirando al frente con decisión y puntería y dice en voz alta:

-A ver, neñes, ¿un culín?

Bien realizado, comme il faut, ese antiguo ritual es la bomba. Quiero decir que en mi experiencia la figura del escanciador tiene tanta potencia visual, tanto carisma y tipismo, tanto éxito para el público foráneo como la de un matador ante la última suerte. Con la gran diferencia de que el estoque curvo, líquido y dorado de la sidra, cuando se clava con decisión en el vaso, lo que genera es alegría, no dolor.