La encuesta con la que LA NUEVA ESPAÑA cierra su suplemento de verano, sometiendo la región al escrutinio de cien visitantes, no es científica, aunque sí reveladora. Esta vez ha vuelto a poner de manifiesto el alto grado de satisfacción de quienes recorren el Principado durante los meses de julio y agosto, pero también algunas deficiencias, que persisten de año en año e impiden alcanzar la matrícula. Esas opiniones son las que no deben arrinconarse. Y escuchar a quienes nos ven desde afuera, con otra mirada, es muy útil para descubrir y enmendar errores si no queremos que perezca de éxito la gallina de los huevos de oro en que se ha convertido el turismo.

Antes que el cineasta Woody Allen, cuando el viaje todavía no era una industria, otro norteamericano universal, el escritor Ernest Hemingway, también protagonizó un encuentro sorprendente con Asturias. Fue allá por los años veinte o treinta del pasado siglo y algún tiempo después, quizá mezclando recuerdos, todavía rememoraba aquella experiencia: «¡Oh, sí! Conozco Asturias desde mi bicicleta. Yo soy pescador y cazador. He pescado truchas muy buenas en el Narcea».

Desde siempre, Asturias encanta. El eslogan más certero y que con mayor fortuna ha calado es ése de «Asturias, paraíso natural». Puede que se deba a que los visitantes realizan de manera espontánea la misma asociación porque es la más evidente. Hay regiones que tienen mar, las hay con montaña, pero casi ninguna cuenta con una combinación tan exquisita de playas y cumbres, y tan cercanas entre sí, como la nuestra. «Asturias es el lugar perfecto para escapar de los ruidos y de los problemas del mundo», dijo hace poco en Oviedo el propio Woody Allen, durante su quinta estancia por esta tierra.

Allen, que hace ocho años ni siquiera sabía de la existencia de Asturias, se ha convertido en el mejor propagandista de sus valores, y en la cabeza visible de una campaña de imagen basada en opiniones elogiosas hacia el Principado de relevantes figuras extranjeras. Eso, sin duda, debe llenar de orgullo a los asturianos, aunque no de complacencia. Asturias casi nunca defrauda, lo que no quiere decir que todo sea perfecto.

El sondeo entre cien turistas elegidos al azar con el que LA NUEVA ESPAÑA cierra el 31 de agosto su cuadernillo de verano aporta pistas. Los visitantes otorgan, después de conocerla y disfrutarla, una elevada nota a la región. Este año, como novedad coyuntural, una mayoría destacó con alivio sus bondades meteorológicas. Con toda España abrasándose, las benignas temperaturas norteñas se hacían más y más atractivas. Es un factor competitivo que empieza a no resultar desdeñable.

La queja que se repite todas las temporadas, y ésta con mayor insistencia, son las infraestructuras. Muchos señalan como una aberración -y objetivamente lo es- que la Autovía del Cantábrico esté inconclusa, y que se perpetúen atrocidades como el tramo pendiente Unquera-Llanes, una injustificable ratonera y un peligro para el tráfico. Y otros turistas, cada vez más, lamentan el descuidado estado de las vías comarcales y locales que, como vasos capilares, unen los concejos con los grandes ejes. Quien visite, por ejemplo, Galicia comprobará el estirón que ha dado allí la red secundaria. Eso, lustros atrás, era al contrario. Los intereses del Principado parecen más enfocados ahora a alimentar una malla regional de autovías que complemente a las que dependen de Fomento. Las otras vías de menor capacidad se resienten.

A la par, y con buen juicio, hay quien pone el acento sobre el escaso rendimiento que Asturias obtiene de sus ferrocarriles. Existen horarios y frecuencias que espantan a los usuarios, y líneas que en vez de ágiles se hacen eternas. Que en una época de carreteras saturadas, atascos y escasez de aparcamientos el tren no se convierta en una alternativa eficaz a los desplazamientos es una condena no sólo para los visitantes sino también para los asturianos.

Cada vez contamos con más oferta de centros de interpretación o museos y cada vez es más frecuente escuchar manifestaciones de incomodidad porque esos espacios no adaptan su funcionamiento al viajero, su principal cliente. Los hay que en pleno verano cierran a las seis de la tarde, o que mantienen un anárquico ritmo de horarios, nada profesional ni riguroso. Esa necesidad de generalizar la cualificación y calidad en la atención es extensible a otros servicios, como los hosteleros. Y, en fin, aunque el grueso de los entrevistados por LA NUEVA ESPAÑA califican de normales los precios de la región, van en aumento quienes ya perciben esta comunidad como cara, un toque de atención que, con la que está cayendo, invita a reflexionar seriamente.

Reza un proverbio que la belleza está en los ojos del que mira. A Asturias la miraron, y la describieron bella, Pío Baroja, que, atemorizado por los precipicios del puerto del Palo, ordenaba a su chófer arrimarse del lado del monte, o Rubén Darío, que oía a las olas lamer las casas de San Juan de la Arena en las noches de galerna; Azorín, que desde el traqueteo de un vagón vio surtir hilillos de humo tenue de las caserías lejanas y valles sombreados por pomares y castaños, o Concha Espina, que la poetizó: «Yunque de mi raza, corona de Iberia, batida y acicalada por el hierro y la hulla».

La experiencia goza de crédito, el boca a oreja constituye la mejor publicidad. Y Asturias, a la que tanto le cuesta venderse bien, siempre acogió a excelsos cantores. A falta de datos oficiales, el verano se salva mejor de lo esperado. Incluso, si no hablamos de ingresos y sólo de número de pernoctaciones, con brillantez. El éxito no debe ocultar la necesidad de progresar. «Asturias, lo dice todo el mundo», es el último lema para promocionar el Principado. Escuchar lo que dice todo el mundo podría remedarse, es lo que hace falta para dar un salto turístico hacia adelante. Para exprimir todo el jugo de un sector que ya supone tanto para la riqueza regional.