Corren tiempos en que el Estado prohíbe fumar en bares, la comunidad catalana prohíbe los toros y algunos ayuntamientos como el de Tenerife prohíben alzar castillos de arena en la playa. Las leyes están desbocadas y el sueño de los políticos produce tantos monstruos que pocos ciudadanos se sorprenderían si se hubiese aprobado una ley transaccional prohibiendo fumar a los toros o que los fumadores hagan castillos en la arena de las plazas (cosas más insólitas publica el BOE).

Por eso, quizás es hora de prohibir las vacaciones. Al igual que el tabaco, veranear perjudica gravemente a la salud.

La primera fase, de los preparativos antes de su disfrute, resulta angustiosa si se afronta en solitario, o controvertida si se planea en familia, teniendo en todo caso que afrontarse el dilema de sacrificar los ahorros por unas buenas vacaciones o sacrificar las vacaciones para mantener los ahorros, con una amplia gama de opciones intermedias: vacaciones en casa de familiares, hotel o camping, o incluso quedarse al calor del hogar; vacaciones por tierra, mar o aire; vacaciones tarifa plana, vacaciones prêt-à-porter o vacaciones sin rumbo; vacaciones de cercanías o lejanías, de días o semanas, etcétera. En suma, la planificación del descanso se convierte en un pequeño desembarco de Normandía.

Cuando llega el disfrute de las vacaciones, como tantas cosas en la vida, queda demostrada la distancia entre lo vivo y lo soñado. Si el plan era visitar lugares turísticos, cumplir un calendario u otros objetivos, los imprevistos se cruzarán en nuestro camino. Y si el plan era descansar sin hacer nada, pronto alguien nos mantendrá ocupados. La tumbona no lo es todo en la vida y para muchos el apalancamiento vital les colapsa la mente, de forma similar que para los tiburones dejar de nadar supone la muerte.

Tras el retorno al hogar, múltiples sombras se ciernen sobre el agotado veraneante. La inmediata, consistente en desembalar, reponer equipajes a su origen y almacenar recuerdos inútiles. Los efectos del bufé libre u otros estragos alimenticios se manifiestan en michelines esplendorosos, y los recibos de las tarjetas bancarias se agolparán en el buzón.

Pero el mayor desasosiego se presentara al afrontar «la vuelta al cole» de pequeños y mayores, ya que el tránsito de la libertad horaria a la esclavitud de una jornada laboral o un negocio que atender es fatal para el equilibrio emocional. Parafraseando el relato más corto de la literatura universal, debido a Augusto Monterroso, podría decirse: «Cuando despertó, su jefe seguía allí».

Es más, está estadísticamente comprobado que la mayor convivencia íntima que soportan las parejas en época vacacional tiene directa incidencia en el elevado número de demandas de divorcio que arroja el mes de septiembre (Napoleón bautizó tal mes por la cosecha vinícola como «Vendimiario» y quizás hoy día debería denominarse «Divorciario»).

Por eso, al igual que la Universidad de Adelaida, Australia, patrocinó una tesis doctoral sobre el olor emitido por las ranas estresadas, muy posiblemente alguna Universidad de nuestro vasto mundo alumbrará alguna investigación demostrando que las vacaciones son nocivas para la salud humana. Tal estudio posiblemente analizaría si los japoneses con sus ocho días anuales de vacaciones gozan de mayor salud que los europeos, y la posible conexión de aquellas minivacaciones con su elevadísima tasa de suicidios. Y cómo no, habría que tomar en cuenta la prueba irrefutable de que los jubilados, que gozan de vacaciones indefinidas, todos ellos sin excepción, antes o después, fallecen.

En fin, bromas aparte, y subrayando que lo realmente perjudicial es tener «vacaciones forzosas» por estar desempleado en los tiempos de crisis que padecemos, podemos concluir que las vacaciones tendrán sus inconvenientes, pero siempre compensan. Aunque pudiera darse la paradoja de que si fuesen declaradas ilegales, el placer de lo prohibido incrementaría su atractivo.