Una sencilla encuesta a varios amigos sobre su postura el día de la inminente huelga del 29-S me ha demostrado una extraña unanimidad al confesarme que, en este contexto de crisis económica galopante, ni comparten la utilidad de la huelga ni pueden permitírsela pero la harán si advierten piquetes amenazadores ya que «no tengo ganas de que me rompan el escaparate» ni que «me pinten la fachada», «me insulten» o tropelía análoga.

Tengo buenos amigos sindicalistas desde hace años, y creo que los sindicatos son un instrumento imprescindible para garantizar los derechos sociales, por lo que están en su legítimo derecho a promover la huelga y exponerse al éxito o al gatillazo, pero lo que me parece indignante es que en la España del siglo XXI todavía operen los denominados eufemísticamente «piquetes informativos».

Así, en el caso de la próxima huelga general, maldita la necesidad de que se informe con «escuadrones de la persuasión» a los trabajadores que tienen su negocio abierto o que cumplen su labor para evitar otro recorte del pan de sus hijos. ¿Acaso hay alguien que por la tormenta informativa de los medios ignore la fecha y motivo de la huelga? ¿ No son mayorcitos para trabajar y, como tales, para decidir con criterio, sin necesidad de información «a domicilio»?

Se dirá que tales piquetes no son agresivos, y que se limitan a explicar cortésmente las causas e implicaciones de la huelga, pero esas aclaraciones recuerdan el fenómeno inverso reflejado en la clásica película «La ley del silencio» (Elia Kazan, 1954) cuando un «piquete informativo» de la patronal sugería con nudillos de hierro a los trabajadores de la estiba portuaria que cejasen en su postura de huelga.

Quizá los piquetes informativos formados por huelguistas tenían sentido a principios del siglo pasado en aquellos países que reconocían tímidamente el derecho de huelga, ante la insultante situación de desempleados dispuestos a sustituir en su labor a los sacrificados huelguistas, pero hoy día la legislación española prohíbe expresamente tal suplantación, con lo que ya no tienen justificación.

Es cierto que el derecho de huelga, como el de reunión (en su vertiente de manifestación pública, pacíficamente o con algarada) son derechos de la máxima relevancia constitucional y constituyen una conquista irrenunciable del Estado de derecho. Ahora bien, hasta los derechos fundamentales están sometidos al límite infranqueable del abuso de derecho. Y aunque el Código Penal anuda consecuencias a los supuestos de violencia intimidatoria con ocasión del ejercicio de la huelga, resulta prácticamente inédita la condena por tales conceptos. Diríase que se tolera la situación como un mal menor y únicamente se toman medidas cuando la actuación de los piquetes pasa de castaño oscuro y afecta a los servicios mínimos gubernativamente aprobados.

Una huelga general es muy respetable, y puede acompañarse de manifestaciones de apoyo; pero donde se pasa la línea roja es cuando se habla con naturalidad de la planificación con estrategia militar de la actuación de los piquetes informativos.

Por otra parte, si el día de los comicios electorales está prohibido todo acto de publicidad o proselitismo ideológico para influir en el voto, ¿por qué no prohibir legalmente que el día de la huelga convocada se formen esas comisiones o grupos de intimidación? Y si se autoriza esa figura, que lo sea en términos civilizados, similares a EE UU, donde está férreamente proscrita la amenaza o el griterío, y donde los piquetes se limitan a dar vueltas en círculo en las proximidades de la empresa con carteles reivindicativos. O como en Alemania, donde las ofensas a los trabajadores por los comités informativos («Streikposten») pueden acarrear suculentas indemnizaciones para la víctima, e incluso a cargo del sindicato que los amparó.

Quizás sea hora de recordar que el derecho de huelga sigue sin haberse regulado por ley orgánica, limitándose su régimen al real decreto ley 7/1977, de 4 de marzo (¡33 años de democracia sin huelga regulada como la Constitución manda!). Y no parece que en esta cuestión, como en tantas otras, los partidos mayoritarios estén deseosos de alcanzar un consenso.

Y a río normativo revuelto, ganancia de «pecadores». Ya en su día el Tribunal Constitucional español en su sentencia 31/2007 anuló una sanción administrativa de 300 euros impuesta por desórdenes en la vía pública a quien conminó y propició el corte de tráfico de una vía en doble sentido y por varias horas.

Nuestro Tribunal Constitucional consideró que tal corte de las vías públicas era «razonablemente previsible» en tales manifestaciones y que la Delegación del Gobierno «venía obligada a adoptar las medidas oportunas para precaver los inconvenientes derivados de dicha ocupación», por lo que finalmente anula la sanción. Ciertamente, el razonamiento del Tribunal Constitucional es intachable en el mundo de las matemáticas jurídicas donde todo cabe. Pero el lego puede preguntarse: ¿Dónde tiene la autoridad gubernativa la bola de cristal para a la vista del beatífico preaviso de la convocatoria de huelga, poder fundamentar una presunción de gamberrismo?, ¿cómo pueden controlarse los desmanes de los huelguistas sin contar con la posibilidad de imponer sanciones a los responsables?, ¿cómo puede calificarse de razonable que el «desafuero» del derecho de la huelga de un «colectivo» permita aplastar a los trabajadores que desean trabajar o a los miles de usuarios de la vía pública que ejercen su legítimo derecho a utilizar la calzada para finalidades tanto o más legítimas que las de los huelguistas?

Pero sobre todo cabe preguntarse qué pensaría un magistrado del Tribunal Constitucional si tuviese su vehículo cortado el paso por una manifestación cuando acude a un hospital por una emergencia familiar, o que el órgano vital que le van a trasplantar esté varado en el aeropuerto por una huelga abusiva de los pilotos, o que los cirujanos han sido convencidos por un piquete informativo.

Confiemos en que la Asturias de mis amores, que fue un ejemplo de valentía sindical cuando era peligroso ejercer el derecho de huelga, sepa estar a la altura en estos días en que hay que disipar el dilema del trabajador ante la huelga, pues su decisión personal debiera venir dictada por su íntima convicción y no por el instinto de supervivencia.