Cuando estábamos en edad de merecer e íbamos, en pandilla, a romerías, guateques y verbenas, había un amigo nuestro que siempre quería bailar con la más fea. Aseguraba que las menos agraciadas eran de una generosidad, rayana en lo pródigo, con sus encantos personales. Puede que tuviese razón. Alguna diferencia tenía que haber en cuanto a ser de manga estrecha o de manga ancha.

Algo parecido ocurre ahora con los pueblos que presumen de pintorescos y pintureros y que hacen ascos, y dicen no, a proposiciones faltas de «glamour» como, por ejemplo, aceptar la vencindad de instituciones penitenciarias, incinerador de basuras o residuos hospitalarios, cementerio de cacharros o almacén de residuos nucleares.

En la historia reciente hay casos de rechazo municipal a instituciones con mala fama y feo enunciado, que fueron aceptados a regañadientes y que terminó con todo el pueblo viviendo a su costa. (Tres ejemplos: Zorita y la central nuclear, Alcalá-Meco y la penitenciaría, Villabona de Asturias y el penal).

Después de seis años, seis, de dimes y diretes, esa calamidad de ministro que es Miguel Sebastián ha concedido el cementerio de residuos nucleares a un pueblecito valenciano (de menos de 600 vecinos) denominado Zarra, cuyo alcalde está encantado con la designación, pues el ATC les dará la vida durante los próximos cien años. Pero nadie está conforme. El Ministro se anticipó y no consensuó la designación. Camps (el valenciano de los trajes) no lo quiere en «su» Generalitat; la vicepresidenta Fernández de la Vega y el PSOE valenciano (de cuya existencia se duda), tampoco.

No creo que estén los tiempos como para hacerle ascos a un cementerio que, paradójicamente, va a dar vida a un pueblecito que no tiene dónde caerse muerto.