Ablanden o no al Gobierno, que está por ver, los convocantes de la huelga general de ayer ya han perdido. Trabajan con métodos trasnochados frente a una sociedad que no los escucha. La economía cambia vertiginosamente, los sindicatos siguen anclados en otro tiempo.

Asturias, una vez más, fue la región en donde más repercusión tuvo la protesta. Mientras que en España la incidencia fue limitada, incluso menor que en anteriores conflictos, en el Principado hubo comarcas que pararon por completo, como las cuencas mineras. En buena medida se debió a la coincidencia con las movilizaciones en defensa del carbón, que caldearon el ambiente, y, cómo no, a la actuación de los piquetes, concentrados en bloquear dos sectores claves, el transporte y el comercio, determinantes para provocar otros cierres en cadena.

Funcionó el miedo: muchos asalariados y autónomos asturianos confesaban su deseo de trabajar -estos tiempos difíciles no están como para perder jornales-. El temor a complicarse la vida por una violenta represalia los hizo desistir del intento.

El escenario, una depresión económica global jamás vista y desconcertante, no es el más propicio para que triunfen tesis sindicales de otro siglo. La experiencia de ayer demuestra que los pretendidos representantes de los trabajadores, con empleo o en el paro, aplican recetas anacrónicas. Con la que está cayendo, no fueron capaces de rentabilizar la desesperación social ante la crisis. El grado de desafección ciudadana indica que algo falla, ésa es la lección que les conviene extraer de todo esto.

Las centrales sindicales unen su supervivencia a los privilegios que les ofrece el sistema y han acabado por darle la espalda a las verdaderas necesidades e inquietudes de su público, los obreros y profesionales. ¿Y qué decir de los parados?

Se han quedado obsoletas. Las intimidaciones, boicots y amenazas no las ayudarán a cambiar.