Levántate, pues; vence la angustia con el ánimo, que vence todas las batallas si no se deja abatir por el peso del cuerpo. Has de subir una escalera mucho más larga.

De la «Divina comedia», El Infierno.

Razón tienen los que piensan que el último viaje papal ha sido de éxito, habiendo así resultado por el buen trabajo, en la pública escena y en las ocultas bambalinas, del Gobierno británico, la Sante Sede y los obispos locales, que se emplearon a fondo para rebajar el alboroto de muchos contestatarios. La diplomacia vaticana brilló con excelencia como en tiempos pasados, ahora que el Vaticano, conservando todavía poderes importantes, perdió ya uno y esencial: el de controlar lo que se escribe en los medios de comunicación y lo que se dice en las televisiones de cobertura mundial, unas occidentales y otras orientales o árabes; éstas, como Al Jazeera, cada vez más influyentes.

El viaje fue de mucha valentía, y es que, en algunas cuestiones -sólo en algunas- Benedicto XVI es muy valiente, casi temerario. En general, los que acceden al Trono de Pedro ancianos suelen ser mas arrojados que los que acceden más «jóvenes»: Juan XXIII fue más valiente que Pío XII, que se pasó el Pontificado dando y recibiendo sustos, siendo natural que muriera de lo que murió: de un ataque de hipo, y Juan XXIII fue más valeroso que Pablo VI, que murió de lo mismo de lo que vivió: de la duda. Benedicto XVI, en lo de los viajes, es más atrevido que Juan Pablo II, que siempre viajó muy de seguro, con el arzobispo Marcinkus (el de lo del Ambrosiano y del «suicidado» Calvi) de jefe de seguridad. El Papa actual, en lo de los viajes, es incluso más antijesuítico que el anterior, lo que parece imposible, pues si el sabio San Ignacio de Loyola recomendaba no hacer mudanzas en tiempos de turbulencias, mi bendito y Benedicto -incluso querido, más por fe que por razón- a la mínima turbulencia, ¡zas!, organiza una mudanza, con resultado de catástrofe.

Horas antes del viaje la prensa británica y las televisiones mundiales jalearon, con comentarios, entrevistas y debates, la publicación del libro «The case of de Pope (Responsabilidad del Vaticano por abuso de derechos humanos)» del conocido jurista y azote del Derecho Canónico llamado Geoffrey Robertson. Si bien, por exagerada (que es pecado jurídico), la tesis central del libro no es compartible, esto es, que al Papa se le juzgue en un tribunal internacional por delitos contra la humanidad por su responsabilidad en el asunto de los abusos sexuales del clero y en otros asuntos, sí hay aspectos del libro sobre los que es posible una proximidad, lo que ocurre, por ejemplo, al criticar que la visita papal a Gran Bretaña tuviera lugar, no en cuanto jefe religioso sino en cuanto jefe del Estado (el de la Ciudad del Vaticano).

La elección que puede hacer el Papa para sus viajes es ciertamente sorprendente. Poder viajar a Oriente Medio, tal como hizo el año pasado, en calidad de peregrino y así no pronunciarse en Israel sobre el bombardeo a los palestinos de Gaza, al parecer por ser tema de política, no de peregrinación, y poder viajar, ahora, a la Gran Bretaña en calidad de jefe de Estado para evitar, por la inmunidad diplomática, que un juez inglés, con peluquín o pelucón, fuere tentado a encerrarlo en una comisaría (en la Judicatura como en el arte de las modistas, lo que vale para un roto vale para un descosido), tanto, tanto poder o tanta libertad de elección, ser uno u otro, suenan a tongo, ganga o chollo.

Más aún: es sorprendente que, con una predicación de Cristo, según los Evangelios, muy apolítica, sus vicarios en la Tierra sean jefes de Estado, haciendo trizas el mandato evangélico y dual de «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».Y todo por culpa de una historia eclesiástica de inmenso afán de poder, que empezó con los Papas Gelasio I, Gregorio Magno y sucesores, y ello hasta hoy. Ni en el judaísmo ni en el Islam hay nada parecido a la estructura jurídica de la Santa Sede ahorrándose escándalos y muchos dineros. Que no se argumente que es sólo simbólico por aquellos que tanta importancia dan a los símbolos o imágenes en sus iglesias, que hasta rinden culto.

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Días antes del viaje, Su Eminencia Reverendísima, el señor cardenal Walter Kasper (ya un poco menos desde que el Papa lo jubilase con rapidez hace meses) dijo que «el Reino Unido parece un país del Tercer Mundo», ofendiendo en lo más profundo a las élites británicas por la comparación con los de sus antiguas colonias, tan llenas de cafres y de piratas, según ellos. Dicho lo cual, Kasper (Walter) -que, cuando sonríe, enseña unos dientes hechos polvo y no adecuados para morder- con velocidad de rayo, enfermó y lo sacaron de la comitiva viajera y pontificia. Puestos a defender al jubilado cardenal se podrá alegar que, tal como aseguran los especialistas en iglesias y religiones, la Iglesia anglicana es, en verdad, como del Tercer Mundo, erecta por los atributos genitivos de Enrique VIII y carente de fundamentación teológica, a diferencia de las iglesias protestantes, que la tienen.

Por eso, dicen aquellos especialistas, la Iglesia anglicana está a la deriva, careciendo de autoridad el despeinado (incluso cuando encabeza la mitra) arzobispo de Canterbury, y con la Commonwealth anglicana repleta de extravagancias y hasta de delirios de género, pues unos (anglicanos) a las mujeres hacen obispos y otros a los obispos hacen mujeres, que es el más difícil todavía. Ni el zascandil Tony Blair ¡Dios me perdone! pudo poner orden, pasándose al enemigo como en lo de Irak, esto es, al Papado desde el anglicanismo.

Fue pisar el suelo escocés y delante de la Reina Lilibeth (en todas las familias bien o de antes, siempre había una tía llamada Lilí o Lilibeta), Su Santidad, con prisa o muchas ganas, dijo lo del extremismo ateo del siglo XX, con mención al nazismo. El Papa se metió en un berenjenal, pues se expuso a que le recordaran que hubo variedad en los nazis alemanes, unos muy católicos y otros luteranos, que hubo arzobispos nazis cantando el Te Deum por Hitler, que los nazis de Croacia eran católicos, que el Führer nació en Austria, de cultura católica, y que si hubo «ismos» ateos como el comunismo, hubo ismos muy católicos como el fascismo.

En homilías y discursos, Su Santidad predicó al modo habitual, excitándome especialmente, como siempre, eso del diálogo entre Razón y Fe. Por ocio y por no ocio (nec-otium o negocio), al llevar más de treinta años viviendo de la fe, aunque de la pública por fedatario, tiempo tuve de pensar en la Razón y en la Fe de los romanos, estando ambos conceptos perfectamente ensamblados. La cuestión se complicó cuando los cristianos de Palestina llegaron a Roma y dijeron que no, que la «Fides» era otra cosa diferente: creer lo que no se ve, nada más y nada menos. A partir de ahí surgió la discordia, siendo difícil para la Razón entender Misterios cristianos tan misteriosos como el de la Resurrección o el de la Santísima Trinidad, o dogmas católicos tan alejados del logos griego como el de la Asunción de la Inmaculada Virgen en carne mortal al Cielo. Ni los esfuerzos titánicos de los egipcios, Padres de Alejandría, muy cultos de lo griego, hace dieciocho siglos y medio, Clemente y Orígenes, pudieron resolver la discordia.

Un vídeo mostró este verano al Papa paseando por los jardines de Castelgandolfo, sin faja en la cintura, con gorra y zapatillas de deporte. Provocó inquietud su andar muy rígido, viéndose en el viaje al Reino Unido la dificultad de Benedicto para mantener el equilibrio al subir y bajar escaleras (las de los altares), sin barandillas con pasamanos. Ello, tal vez no sólo por causa de los ropajes y cortinones con los que le visten y revisten los del departamento vaticano de sastrería y de los adornos pontificios.

Ver esa dificultad en el subir y bajar las escaleras de los altares me condujo, como de la mano del Dante, a la Divina Comedia, la fetén, que en su infernal capítulo 24 (el de los fosos y escombreras llenos de serpientes de mucho morder allí donde tanto duele) anima mucho a subir escaleras. Y con modestia y atrevimiento de laico, al Papa, que tantas escaleras aún deberá subir, deseamos mucho cuidado y muchos cuidados.