Esta aseveración que seguramente no gozará de buena acogida entre la clase funcionarial y provocará división de opiniones en los ciudadanos no es más que una máxima, regla o aforismo al estilo de las del Derecho Romano, extraída de la observación reflexiva de la realidad administrativa, que viene ahora muy a cuento a partir de las noticias aparecidas últimamente en LA NUEVA ESPAÑA sobre las adjudicaciones públicas y el papel que en las mesas de contratación juegan los funcionarios que ocupan puestos de trabajo de libre designación, de las que constituye claro ejemplo el editorial del pasado 26 de septiembre, en el que bajo el título «Las adjudicaciones públicas, un escándalo», se reivindica el papel que debe desempeñar el funcionario, de servicio al ciudadano y no al político.

¿Por qué un funcionario que ha jurado o prometido acatamiento a la Constitución, al respectivo Estatuto de Autonomía o al resto del ordenamiento jurídico subvierte estos valores y presta coartada legal a la clase política vulnerando los procedimientos existentes?

Este proceder que nosotros calificamos como «efecto Lucifer» trae causa en el arsenal de mecanismos previstos en el ordenamiento jurídico, a disposición de la clase política para incentivar la permisividad del funcionario, entre los que no sólo se encuentra la libre designación.

Vaya por delante que la libre designación no es una exigencia jurídica o técnica, sino un procedimiento de provisión de puestos de trabajo contemplado en la ley que responde a exigencias políticas. El problema no es tanto su existencia, que seguramente estaría justificada en supuestos muy excepcionales para determinados puestos de trabajo, sino en el uso que se hace de ella.

Aunque el acceso a los puestos de trabajo a proveer por el sistema de libre designación está sujeto a los principios de mérito y capacidad, lo cierto es que pueden acceder a ellos funcionarios que carecen de la experiencia y de los conocimientos necesarios por cuanto que tales puestos no se estructuran como un desarrollo de la carrera profesional, con exigencia de unos requisitos de antigüedad y experiencia profesional -que no debería ser menos de diez o quince años de servicios efectivos-, sino con criterios de mero oportunismo.

Los designados -en algunos casos de reciente ingreso en la función pública- pasan a percibir unas retribuciones notablemente más altas que el resto de sus homónimos y consolidan simultáneamente un nivel de complemento de destino también más elevado. Por ello son proclives, dado su sometimiento a la libre remoción, a favorecer las consignas y los dictados de quien los nombró.

El elenco de la libre designación recae, además, en puestos de trabajo que tienen atribuidas facultades de control sobre la propia Administración: interventores, responsables de áreas de urbanismo, de contratación administrativa, inspectores de servicios, responsables de servicios jurídicos, directores de los órganos de selección, etcétera, de tal manera que se da la paradoja de que el controlado designa al controlador. El tema se ha llevado a extremos tan pintorescos que en algún Ayuntamiento andaluz existe el cargo de «limpiadora de confianza» que se provee por el sistema de libre designación.

Como señala Alejandro Nieto, aunque los puestos configurados como de libre designación no son formalmente políticos, sí están politizados en la medida en que se exige a sus titulares una actitud políticamente positiva.

Por ello el fenómeno de la libre designación es percibido como uno de los mayores problemas existentes en la Administración Pública actual, al identificarse los puestos de libre designación con los cargos de designación política.

Suele ocurrir, además, que los políticos inmersos en procesos de descomposición de la confianza democrática (corrupción) esgrimen como justificación de sus decisiones informes emitidos por funcionarios públicos que ocupan puestos de libre designación.

El problema tiene difícil solución, salvo que los funcionarios asuman el papel que les corresponde y cuando sean requeridos por el político para pagar el hipotético favor de su libre designación contesten a la pregunta -también reproducida por LA NUEVA ESPAÑA en el editorial referido- «¿Para qué estás ahí, para qué te puse?», en los siguientes términos: «Para garantizar el principio de legalidad, cumplir con el ordenamiento jurídico y velar por los procedimientos».

En una propuesta de Código Ético que presenté en una conferencia impartida en el marco del Seminario Gerardo Turiel, en la que desglosaba las medidas que tendrían que adoptarse para hacer viables las exigencias éticas y de buenas prácticas que impone a los empleados públicos el nuevo Estatuto de la Función Pública, proponía en este marco concreto que todos los puestos de trabajo que implicaran la participación directa o indirecta en el ejercicio de las potestades públicas, en la salvaguardia de los intereses generales de la Administración Pública o que comprometieran la voluntad externa de la Administración, fueran provistos por concurso de méritos entre funcionarios públicos y, en especial, los puestos de interventor, interventores delegados, responsables de los servicios jurídicos, de contratación pública, de la selección de personal, de los servicios de urbanismo, así como las inspecciones de servicio.

Con estas medidas se neutralizaría en gran parte el papel de los funcionarios que ocupan puestos de libre designación y por ello la influencia que la clase política puede tener en los procedimientos administrativos. En todo caso, sin la colaboración de funcionarios permisivos los supuestos de mala administración, de ilegalidades y de corrupción quedarían prácticamente extinguidos, ya que pocos políticos se atreverían a actuar en contra de informes jurídicos.

Mas el problema de la libre designación no es el único mal que aqueja a la función pública. La legislación funcionarial no sólo favorece, sino que alienta y premia al funcionario que da el salto a la política: la consolidación del complemento de alto cargo por parte de los funcionarios que son designados para puestos políticos, la declaración en servicios especiales y, por tanto, con reserva de puesto de los funcionarios que son nombrados como personal eventual con retribuciones sustancialmente superiores a las que les corresponde en su puesto de funcionario o la compatibilidad entre el ejercicio de la función pública y la política son otras quiebras del sistema que habría que corregir.

Los funcionarios debemos tener presente que cuando con nuestra acción u omisión avalamos procederes que rozan la ilegalidad, cuando no la provocan, hacemos un flaco favor a nuestra profesión y horadamos el Estado de derecho, violentando la confianza que el sistema ha depositado en nosotros.

Los controles, los procedimientos y las garantías del Estado de derecho son tantos y tan perfectos que sólo es posible vulnerarlos cuando el funcionario mira para otro lado.