El 24 de septiembre de 1810, hace ahora doscientos años, los diputados reunidos en la Real Isla de León, la actual San Fernando, donde permanecieron hasta que en febrero del año siguiente se trasladaron a la vecina ciudad de Cádiz, aprobaron el primero y más trascendental de sus muchos decretos, en el que se proclamaban la soberanía nacional y la división de poderes. Dos principios en los que se basaría la enorme obra legislativa de nuestras primeras Cortes Constituyentes y, muy en particular, la Constitución de 1812.

Este decreto, que marca un antes y un después en la historia de España y de la América hispánica, fue obra de los extremeños Diego Muñoz Torrero -antiguo rector de la Universidad de Salamanca, a quien se debe también en muy buena medida la redacción del proyecto de Constitución- y Manuel Luján. Pero expresaba la voluntad de todos los diputados liberales.

De un lado, declaraba que la soberanía nacional residía en las Cortes Generales y Extraordinarias, reconocía «de nuevo» a Fernando VII como «único y legítimo» rey, y anulaba la renuncia a la Corona de España que éste había hecho en la Bayona francesa a favor de Napoleón, «no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por faltarle el consentimiento de la Nación».

De otro lado, reservaba a las Cortes el poder legislativo en toda su extensión, atribuía el poder ejecutivo a un Regencia responsable ante la nación, «interinamente y hasta que las Cortes elijan el Gobierno que más convenga», y confiaba «por ahora» la Administración de justicia según las leyes a todos los tribunales establecidos en el reino.

El principio de soberanía nacional se recogería más tarde en los tres primeros artículos de la Constitución de 1812, en los que se definía a la nación española como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», se declaraba que esa nación era «libre e independiente» y no podía «ser patrimonio de ninguna familia ni persona», y se afirmaba que en ella residía «esencialmente» la soberanía «y por lo mismo» a la nación pertenecía «exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales».

El debate de estos artículos puso en evidencia que el concepto de nación y de soberanía nacional no era, ni mucho menos, el mismo para los diputados americanos, para los realistas y para los liberales. Para estos últimos, fieles a lo expuesto por Sieyes, la nación se componía en exclusiva de individuos libres e iguales, con independencia de su extracción social o territorial. Su soberanía era, por ello, incompatible con el reconocimiento de los privilegios estamentales y forales, en los que insistieron los realistas, pero también con cualquier instancia de representación nacional distinta de las Cortes, por la que abogaron los americanos. Un planteamiento que condujo a vertebrar un Estado muy centralizado, aunque se reconociese una cierta autonomía municipal.

El principio de división de poderes se recogió de forma implícita en los artículos 15 («la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey»), 16 ( «la potestad de hacer ejecutar las leyes residen en el Rey») y 17 (« la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley»). Tres preceptos que ponían en planta una «monarquía moderada hereditaria», como señalaba el artículo 14 con una vieja expresión de origen tomista, con la que se quería subrayar el carácter limitado o constitucional de la nueva monarquía.

Los principios de soberanía nacional y de división de poderes transformaban de forma radical la organización política vigente en España durante tres siglos. El rey -cuya ausencia es fundamental para explicar la restricción de sus poderes por parte de las Cortes-, además de estar excluido de la reforma de la nueva Constitución, como dejaba bien claro su título X, no ejercería más que una parte, y no la más relevante, de los poderes constituidos. Por el contrario, las Cortes se convertían en el órgano supremo del nuevo Estado en ciernes. Un órgano que se compondría de una sola cámara y cuyos miembros debían elegirse a través de un sufragio indirecto, pero mucho más amplio del que se establecería durante la monarquía isabelina, pese a no concederse el derecho de voto a las mujeres, a los sirvientes domésticos y a las «castas» americanas.

Las Cortes, de acuerdo con el nuevo código constitucional, desempeñarían la función legislativa, pues el monarca sólo estaba facultado para interponer un veto suspensivo a las leyes ordinarias, por lo que únicamente podía retrasar su entrada en vigor. Además, en las Cortes recaería de forma primordial, aunque no exclusiva, la dirección política del nuevo Estado por ellas diseñado, sobre todo, en lo que concierne a las relaciones internacionales y a las Fuerzas Armadas, pese a las competencias del rey en estos ámbitos. Por último, la Constitución de Cádiz cambiaba también en profundidad el ejercicio de la función jurisdiccional, que atribuía en exclusiva a unos jueces y magistrados independientes. Era ésta una básica premisa liberal, que el discurso preliminar a la Constitución de Cádiz -redactado por el asturiano Agustín Argüelles con la ayuda del catalán José Espiga- conectaba con la salvaguardia de la libertad y seguridad personales, de acuerdo con los postulados de Locke y Montesquieu.

A partir de una interpretación muy rígida de las relaciones entre las Cortes y el rey, la Constitución de Cádiz articuló una forma de gobierno muy similar a la que se había recogido en la Constitución francesa de 1791, en la que se reflejaba la gran desconfianza del liberalismo revolucionario hacia el Ejecutivo monárquico. Para citar tan sólo dos ejemplos, la Constitución doceañista prohibía al rey disolver las Cortes e impedía que los secretarios de Estado -todavía no se hablaba de «ministros» ni de «Gobiern» como órgano colegiado- fuesen a la vez diputados, en abierta oposición al sistema parlamentario de Gobierno. Un sistema, ya muy afianzado en la Gran Bretaña, que en la Asamblea francesa de 1789 había defendido Mirabeau, al igual que haría Blanco White en las páginas de «El Español», publicado en Londres desde 1810 a 1814.

A pesar de lo dispuesto en el decreto que se acaba de comentar y en la propia Constitución de 1812, las Cortes de Cádiz, como antes la Asamblea francesa de 1789, no se limitaron a ser una cámara constituyente y legislativa, sino que actuaron también como un órgano de gobierno e incluso como un tribunal de justicia. Ello las convirtió en una auténtica Convención y, desde luego, en la más alta instancia política de la España libre de las tropas francesas. Tal fenómeno era el resultado de las extraordinarias circunstancias en las que se vieron obligadas a llevar a cabo su inmensa labor, en medio de una larga y devastadora guerra, pero obedecía, asimismo, al firme deseo de los liberales españoles de llevar a cabo con la mayor rapidez la transformación radical del Antiguo Régimen.