Ha muerto Berlanga, un genio. Con él se va el español que me ha hecho pasar mejores ratos. Seguiré viendo sus películas para llegar a la conclusión de que nadie como él ha sabido retratar el esperpento nacional, un fenómeno que no se queda en la caspa ni en la Guerra Civil. A Berlanga, con 89 años, la hora le ha llegado después que a los protagonistas y secundarios de sus obras maestras. El último, el inolvidable Manuel Alexandre. Probablemente sea injusto hablar de actores principales y secundarios en las películas del autor de «La escopeta nacional», sobre todo en las últimas, tan colectivas y corales como individualista era el hombre que las dirigió, un tipo inclasificable y celoso de la libertad, convencido de que la única forma de tomarse en serio este país era tomárselo a broma. He visto «El verdugo» más veces que ninguna otra película, más incluso que «Plácido», dos comedias inteligentes y amargas que le disputó a la censura franquista. Berlanga sólo podría haber hecho el cine que hizo en España y en Italia, y de haber nacido allí sería Fellini algunas veces y Monicelli, otras. Menos, nada.

Sabía que cuando llegara el momento de su muerte me iba a poner entre mohíno y sentimental por tantos instantes de felicidad que le debo, pero no podía imaginarme hasta qué punto. Probablemente, el remolino con las imágenes grabadas de sus grandes películas permanezca un tiempo en mi cabeza. Volverán a estar Pepe Isbert, imperial en «Bienvenido, Mr. Marshall»; el marqués de Leguineche y su tropa, los «friquis» de «La vaquilla», «Los jueves, milagro», «Calabuch», etcétera. Al igual que lo hizo en su día Goya, se ha muerto Luis García Berlanga, el retratista de una España imperecedera. Una España de pandereta y sesión continua.