Cualquiera que viaje a Berlín se sorprenderá de lo barato que es comer. Un menú en un buen restaurante resulta más económico que en cualquier sidrería asturiana. Escasea el alumbrado público, que allí hay que pagar con el dinero de todos. Aquí parece gratis. Por las carreteras circulan coches recios de gama media y apenas todoterrenos, esos vehículos de elevado consumo y caro mantenimiento que hacen furor en España. Un piso cuesta la mitad que en Madrid o Barcelona.

Salvo el área del Muro, reconstruida tras la reunificación, aceras y edificios tienen un aspecto desgastado. Pero siguen siendo funcionales y se sostienen en pie sin necesidad de restaurar baldosas y fachadas cada pocos años, hábito tan frecuente en nuestros alcaldes desde ese pésimo parche para el ladrillo que fue el «plan E». Esa sobriedad esconde un tesoro. Cada alemán y su Gobierno llevan una década guardando dinero, siendo austeros, negándose alegrías incluso en la época dorada. Si allí hay burbuja es de ahorro. Esa es Alemania, la admirada, que gana con la crisis.

No es casual ni gratuito. Lo que ahora reclaman a España y a otros enfermos europeos, contra lo que tanto se despotrica, lo emprendieron hace tiempo los alemanes. Acuciados por absorber a los hermanos del Este, y espoleados a la par por ese objetivo, ya retrasaron en 2003 la jubilación a los 67 años, flexibilizaron contratos y despidos, recortaron subsidios de paro y fijaron cláusulas de escape en los convenios para ajustar jornada y salarios a la caída de la demanda y dar un respiro a las empresas moribundas.

Los sueldos –altos en comparación con los de aquí, aunque empiezan a generalizarse los de menos de 9 euros a la hora– han caído 600 euros netos al año. Trabajar más y ganar menos fue el remedio para ser competitivos. Un paso de esta naturaleza exige mucha lealtad, compromiso y confianza. Puede que los españoles no estemos culturalmente preparados para ello: los países de raíz protestante valoran más el trabajo que la riqueza; los latinos, la buena vida sobre todo.Y más vale que vayamos asumiendo algo así porque de esta no se sale sin pagar peaje.

Alemania no gasta lo que tiene. España gasta hasta lo que no tiene. Pese al colchón, el empuje teutón no cesa. La canciller Merkel está empeñada en recortar 80.000 millones adicionales para garantizar otra década de prosperidad. Diez mil funcionarios van a ir a la calle y los restantes disminuirán un 2,5% sus ingresos. Tala de cuajo las ayudas sociales: 500 millones de euros menos para natalidad, 2.000 millones menos para parados. Qué contraste con el engorde de plantillas de las autonomías españolas, incluidos los «tres mil fijos» del Principado, o la merma aprobada aquí esta misma semana de la inversión en sanidad y obras para aumentar el salario social y atender hasta los casos leves

de personas dependientes. Todo en aras de la comodidad electoral del Gobierno.

El camino alemán no entiende de colores y tuvo coste político: nadie acepta con gusto una medicina de caballo. Empezó con los socialdemócratas, prosiguió con los conservadores. Los pactos –prácticamente todos los gobiernos desde la II Guerra Mundial han sido

coaliciones– no rehúyen la sustancia. En España se firman para sangrar al Estado hasta extremos ridículos. Para arrancar un museo

del txakolí, como acaba de exigir el PNV, entre otros chantajes más preocupantes, por apoyar los Presupuestos estatales.

El juego de las diferencias ayuda a clarificar por qué unos países prosperan y otros se estancan. No todo son luces. Hay quien opina que Alemania se está salvando a costa de empobrecer a sus vecinos. Por la disciplina fiscal y la dureza que impone, tal parece preferir la quiebra ordenada de estados a su rescate, una Europa germanizada a una Alemania diluida en Europa. La UE fue bien mientras todos ordeñaron la vaca.A pesar de que la Unión Monetaria sólo sobrevivirá con una auténtica unión económica, nadie quiere correr con el ajuste. Renacen nacionalismos protectores. No hay reacción enérgica, sí tibieza y lentitud frente al desastre.

Sálvese quien pueda, y encima atado al ancla de un euro que apenas permite margen. Las soluciones económicas no se improvisan. Las de este país, por mucho que insistan sus gobernantes, no están claras y con tanto vaivén desconcertante quedan en flor de un día. La cultura del esfuerzo se ha perdido. Los mercados, que ni son malignos ni conspiradores sino inversores que pretenden rentabilizar sus fondos, dudan de que con su escasa actividad España pueda devolver la deuda que arrastra. Si la pública es alta, la privada –empresas y particulares– la dobla.

Y ahí empieza lo escabroso: cómo demostrar al prestamista que cumpliremos.

La credibilidad no se recobra con fotos como la que ayer se hizo el presidente Zapatero junto a los principales empresarios. A la vista de la experiencia alemana cabe pensar: el Estado del bienestar es fantástico, ¿podemos soportarlo?; está bien socorrer a quien lo necesite, ¿podemos seguir siendo tan adictos a las ayudas?; el Estado de las autonomías es un acierto, ¿podemos sostenerlo tal como está y sin una corresponsabilidad adecuada? Quizá cuando España sea capaz de responder a estas preguntas la cosa empiece a arreglarse y el mundo deje de percibirnos como el país en que todo es diversión y holganza.