La presentadora de uno de esos programas donde los concurrentes se reconcilian, se odian en directo, se repudian o amartelan, pregunta a un invitado: «¿Le gustaría a usted hablar más con su familia de España?» El hombre, un hispano reconcentrado, contesta con sequedad: «No». La periodista insiste: «¿Los echa de menos?» Misma respuesta: «No». Como ella oye, pero no escucha, no se da por enterada de que al señor sus parientes españoles lo traen muy al fresco. Por eso, añade en plan profesoral y como si el otro fuera un lapón sin idea de castellano: «Quizá usted no entienda el significado de "echar de menos". Quiero decir que si no desearía ver más a los suyos que viven en nuestro país». Como aquello no llevaba modo de acabar, el tipo abre los brazos, traga aire y suelta un «¡Que no!» alto, rotundo, concluyente y definitivo.

Decía alguien que saber escuchar es el mejor remedio contra la soledad, la locuacidad... y la laringitis. Pero ese algo que no cansa, es gratis y suele reportar beneficios, es decir, el escuchar, el prestar atención a lo que se oye, está menos de moda que jugar al ping-pong en madreñas. Tal vez fuera en el mismo espacio televisivo, no lo recuerdo, donde otra preguntadora pasó total de hacerse cargo de la situación, no escuchó bien lo que quería decirle su entrevistado y así le fue: «Dígame: ¿por qué cree usted que van a asistir al cumpleaños sus sobrinas Lucía y Pepa, y no las otras dos que también tiene?» La réplica dejó sin aliento al público: «Porque están muertas». Hay que escuchar con todos los sentidos si se quiere escuchar de verdad: medir los gestos del interlocutor, sus silencios, valorar su mirada. Sin embargo, triunfa hoy el chauchau, el barullo vocinglero, las histerias vocales y bucales servidas a la carta a cualquier hora en radio y televisión e imitadas al instante por una masa acrítica y ansiosa de chillar que se regodea en tamaña barahúnda. Parece cumplirse aquel destino que señalaba un humorista al sentenciar que un mes antes de la boda, él habla, ella escucha; un mes después de la boda, ella habla, él escucha; tras diez años de matrimonio, hablan los dos a la vez y escuchan los vecinos.

Recuerdo, ahora que ya se agota la lotería de Navidad, cómo un presunto periodista hablaba a micrófono abierto en la sala de sorteos con una niña cuyos abuelos habían resultado premiados algún año anterior. El radiofonista largaba y largaba y largaba maravillas sobre el ambiente, las guirnaldas y el espumillón: «Pero dime, criatura, ¿y por qué tus abuelitos no han venido este año a este marco incomparable para recordar aquellos miles de euros que ganaron aquí mismo?» La niña dijo la verdad, claro: «Porque están muertos». ¿Creen ustedes que el tipo escuchó, se quedó helado y mudo? ¡Qué va, el show debe continuar! Así que corto y perezoso añadió: «Desde luego, hay que ver la suerte que tienen algunos». Lo dejó dicho Gide, ay: «Todas las cosas se han dicho ya, pero como nadie escucha, siempre hay que empezar de nuevo».