Los mitones hunden su historia en los tiempos más remotos, incluso están documentados en la Persia de Zaratustra. Pero lo que cuenta, fetichismos aparte, es su popularización para desarrollar tareas, en condiciones extremas de temperatura, que requieren la máxima destreza manual.

Vamos, unos guantes que permiten plenas habilidades dactilares.

El Estado moderno y la burocracia de la industrialización corrieron paralelos a la generalización de los mitones, y ahí están las estampas clásicas para recordarlo.

Con la mejora de las condiciones de trabajo -con la calefacción, en suma- los mitones quedaron reducidos a prenda hortera de ciertos deportistas.

Ahora vuelven porque se labora otra vez con exigencias de destreza y en condiciones de baja temperatura. Me explico. Con los «smartphones» se trabaja por la calle, y para eso nada como los mitones: los dedos ágiles sobre los teclados virtuales y la palma bien cubierta de temperaturas heladoras.

El trabajo impulsó los mitones hace doscientos años y ahora los vuelve a poner a la orden del día a cuenta de la gigantesca mutación que se está produciendo, mayor incluso que la propia de la Revolución Industrial.

Ya se puede trabajar y se trabaja en cualquier momento, en cualquier sitio, según secuencias incluso de solo unos minutos hasta completar quizá las 4.000 horas anuales que miden la excelencia en los países de verdad avanzados.

Las nuevas tecnologías, especialmente los «smartphones» -ordenadores de bolsillo permanentemente conectados a la red planetaria-, están cambiando el mundo a velocidad de vértigo, y ahí el auxiliar capital son los mitones. Hace dos siglos se podía medir el desarrollo de una sociedad por la burocracia, evaluable por el número de mitones. Ahora, exactamente lo mismo, porque el trabajo ha saltado de los espacios cubiertos a la calle libre: nos esperan días de enorme felicidad.