Qué nos pasa? ¿Cuál es nuestro problema? ¿Por qué nuestra inversión en enseñanza es tan ineficiente y los resultados tan poco exitosos? La respuesta pueden verla ustedes en LA NUEVA ESPAÑA del 09/12/2010, en una entrevista con Jorge Moraga, autor del trabajo «Chinos en Asturias. Así nos ven: "En general les llama la atención su predisposición a vivir el momento. Consideran que el asturiano no es muy dado al esfuerzo, al trabajo ni al ahorro. Cuando llega un chino adolescente a un colegio, por ejemplo, le cuesta adaptarse a la absoluta falta de disciplina y el escaso rigor en los estudios"». Eso es lo que ocurre, como es evidente para todo el que quiera verlo. De modo que, parodiando a Ortega, podríamos troquelar: «No queremos saber lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa».

Empecemos por el final, «la absoluta falta de disciplina y el escaso rigor en los estudios», que llaman la atención a los forasteros. Si una clase es un lugar donde, en cuanto a la disposición, la mayoría de la gente está a casi todo menos a estudiar (y si no hubiese notas, el único dique de contención, habría aún menos dedicación y esfuerzo) y, en cuanto a la actitud, es necesario que el profesor pase un porcentaje altísimo de la clase llamando la atención a fin de que los alumnos atiendan o trabajen, es que las clases son cualquier cosa menos lo que deberían ser. He ahí el problema central de toda la enseñanza, la manifestación última de todas las causas y concausas. Es como si, en una fábrica, el empeño fundamental de los capataces hubiere de ser el que los empleados se sentasen en su puesto de trabajo a producir.

Que esto lo tengamos ya por inevitable y normal los profesores, que no quieran enterarse de ello ni la administración educativa, ni los padres, ni los padres de la patria, muestra la gravedad del asunto. Que, encima, toda la legislación y sus posteriores interpretaciones judiciales hayan fabulado y confabulado para que no se pueda intervenir en esa situación ni aun corregirla temporalmente (por ejemplo, echando de clase diez minutos al alumno que vocifera y corre por la clase), en nombre ¡del derecho a la educación! de quien no quiere estudiar e impide, incluso, el trabajo de los demás, pone en evidencia la impenitente mentecatez que nos ha traído hasta aquí. Concluyan ustedes la reflexión: ¿han oído mentar muchas, pocas veces o ninguna este problema cuando se habla de los de la enseñanza? Yo diría que escasísimas, y la mayoría de ellas, de soslayo. Y, desde luego, jamás cuando el tema se aborda en ámbitos institucionales, ya sociales o sindicales, ya administrativos o políticos. La solución, se dice siempre, pasa por más inversión, por la formación en valores, por más ordenadores, por pizarras digitales, por la reducción de alumnos por grupo, por la mediación escolar, por el discurso no sexista o pacifista, etcétera. Pero, en lo central, no es que no se quiera tomar el toro por los cuernos, es que no se quiere reconocer que hay toro.

En la mayoría de esas propuestas hay un discurso de tipo místico o mágico, sin ninguna conexión con la realidad, que, incluso, sigue sosteniéndose aun cuando su puesta en marcha haya evidenciado su fracaso, mejor, su absoluta irrelevancia con respecto al meollo del problema. Permítanme volver a los chinos, para ver desde otra perspectiva una jaculatoria de moda, la de los ordenadores y la sociedad digital. Aquí, en LA NUEVA ESPAÑA del domingo 12, el economista Jesús Fernández-Villaverde cuenta su experiencia con una escuela pública de Shangái -ciudad cuyos alumnos tienen en el Informe PISA una media de 600 puntos, 110 más que los de la «progresista y eficaz» Asturies- y dice: «El edificio de mi sobrina no es nada de otro mundo [?] Las aulas son muy austeras, apenas unas mesas y una pizarra, y por supuesto sin portátiles ni demás parafernalia [?]». De modo que, ya ven ustedes, imparten la docencia de un modo tan reaccionario como Platón y Aristóteles -de cuyas clases, es sabido, no salían más que mentes entecas- y obtienen los mejores resultados del planeta.

La primera parte de la frase citada en el párrafo inicial de este artículo señala otra pata del problema, la social: una colectividad, la asturiana y la española, donde domina el discurso cacocrático, con el aplauso a la indolencia, a la irresponsabilidad, a las permanentes excusas sobre la dejación personal de responsabilidades? Y, donde, además, existe un mal generalizado, la contemplación de los hijos como un centauro cuya parte inferior es la de un dios -al que hay que adorar y entregar tributos a todas las horas del día-, y cuya superior, un inválido -al que hay que sostener y tutelar las veinticuatro.

Esa parte, la social, tiene difícil remedio a corto plazo, y el que tenga irá emergiendo parcialmente, si tenemos suerte, con la crisis de los próximos años, si es cierta aquella vieja sentencia de «onde nun hai tasa, ponse ella».

Pero sí tienen remedio -legislativo y político- las malformaciones, deformidades y extravagancias del sistema escolar. Un sistema enormemente caro y despilfarrador que, en último término, no consigue más que lo contrario de aquello que sus impulsores dicen querer pretender. Pues, efectivamente, la realidad es que los que entran más preparados salen más preparados, y quienes entran menos no encuentran en la enseñanza nada que los estimule a mejorar su situación o los premie por hacerlo; tal vez al contrario.

Es decir, que los engañan como a chinos (de los de antes, por supuesto).