Un tumulto de académicos de la Lengua acaba de apearles las mayúsculas al rey y al papa (que ahora deberán escribirse así), aunque se las mantengan a Caperucita Roja por razones que más de uno encontrará aviesas. No se han pronunciado, eso sí, sobre el tratamiento que conviene dar al lobo -o Lobo-, detalle que probablemente se esclarecerá en una próxima edición del manual de Ortografía recién publicado por la Real Academia Española.

Puede parecer una cuestión banal, pero se trata de una auténtica revolución en el campo nada inocente del idioma. Los académicos ya la habían armado semanas atrás, cuando se filtraron algunas de las novedades ortográficas para la próxima temporada de otoño-invierno en la lengua. No todo el mundo entendió, por ejemplo, que la y griega de toda la vida pase a llamarse «ye» o que se vaya a despojar de la tilde a ciertas palabras que hasta ahora la lucían. Lo de las mayúsculas y minúsculas promete desatar una controversia aún mayor: y no sólo porque Caperucita sea mayúsculamente Roja o porque al rey de sangre azul se le resten, con la minúscula, atributos ortográficos propios de la majestad de su rango.

Carecería del menor sentido sospechar propósitos antimonárquicos en una academia que, como la española, luce orgullosamente en su nombre el título de «Real». Cumple advertir, sin embargo, que el nuevo orden de mayúsculas y minúsculas ha sido decidido por una asamblea de veintidós academias de la Lengua en la que los países con formato de República constituyen una abrumadora mayoría. Se trata de una cuestión meramente anecdótica, claro está; pero aun así no faltarán suspicaces que se empeñen en vincular la retirada de la mayúscula al rey (o ex Rey) con alguna maquinación republicana en el campo de la gramática. Hasta podría ocurrir que los más extremados señalasen al presidente venezolano Chávez, probablemente dolido aún con el monarca español que le impuso pena de silencio en cierto acto público.

El agravio involuntariamente inferido con la minúscula a las personas reales -es decir: a las de la realeza- empeora aún por el hecho de que los académicos hayan resuelto mantenerle la mayúscula a los personajes de ficción. Mientras un rey ha de resignarse a ver su nombre escrito en letra baja, los héroes de los cuentos infantiles conservan su rango mayúsculo: ya sean Mafalda, La Ratita Presumida, Los Tres Cerditos o la antes mentada Caperucita. Aunque también esto, como todo, tenga su lado bueno.

La minúscula no deja de ser, si bien se mira, un equivalente ortográfico del tuteo. Escribirle papa al Papa -como si fuera una patata- implica necesariamente un cierto grado de confianza y hasta de compadreo que algunos considerarán tal vez irrespetuoso. Otros, por el contrario, apreciarán lo mucho que esa mayor intimidad favorece el acercamiento de su grey a la figura del Santo Padre. Y en el caso del rey, el destronamiento de la mayúscula restablece en cierto modo la paridad entre la Monarquía y sus súbditos.

Las nuevas reglas de la policía (¿o Policía?) de la lengua chocan en todo caso con la hispanísima tendencia de los países de habla española a usar el superlativo con sus gobernantes. Borges solía decir que no se puede tomar demasiado en serio a un continente -el sudamericano- en el que los mandamases se hacen llamar «El Supremo», «El Primer Trabajador», «El Salvador de las Leyes» y otros excesos mayúsculos. Herencia española, sin duda. Aún no hace tanto que Franco se engalanaba aquí con los títulos de «Caudillo», «Centinela de Occidente» y «Generalísimo»: rango este último que tal vez equivalga al de general elevado al cubo.

Frente a esa pasión por la mayúscula y la hipérbole rimbombante, poco es lo que podrán hacer las nuevas normas que van a dejar ortográficamente minúsculos así al rey como al papa. Alegrémonos en todo caso por Caperucita.