Se nos fue a una ya provecta edad Rafael Fernández y, como es menester al caso, llovieron los elogios fúnebres, algunos de ellos impensados. El paso del tiempo, desde que retornó de su exilio mexicano, parece que ha agrandado su figura si hacemos caso de los papeles. Se fue el último de quienes formaron parte del Consejo Soberano de Asturias y León de cuando la Guerra -porque era el más joven de aquella partida-, se fue el presidente preautonómico de la recuperada democracia, se fue, en fin, quien encarnó en Asturias una época con la otra la que comenzó con la Revolución del 34 y que terminó con el advenimiento de la Constitución del 78. Quedan pocos enlaces vivos de estos entre aquella época y ésta. Y otro de ellos, con un plano más destacado todavía tanto en lo nacional como en lo internacional, también nonagenario, sigue, a su manera, en activo: Santiago Carrillo.

Ayer, el Ayuntamiento le otorgó el nombramiento de hijo predilecto, a él, que nació en El Llano, pero que poco de su larga vida ha pasado en la villa. Durante tanto tiempo, claro, por impedimento forzoso de la dictadura franquista y durante tanto otro por la naturaleza de su activismo político y social.

Los digitales de los diarios nacionales de ayer por la tarde ya destacaban que el PP había votado a favor de la concesión de tamaño honor local a una de las bestias negras del franquismo y destacaban que dos concejales habían preferido no acudir al plenario municipal por cuestión de conciencia y para no romper la disciplina de voto.

El que se nos fue, Rafael Fernández, insistió en la pacificación, la reconciliación y el estrenar página en la historia de España. Por estribor, como pudimos comprobar ayer, todavía quedan quienes prefieren no olvidar, mantener sus bestias negras o negar la reconciliación; es decir, todavía no sabemos cuántas generaciones habrán de transcurrir hasta que se haga tabla rasa y se olviden decentemente los agravios de unos y otros. Es de sospechar que quienes no quieren olvidar «lo de Carrillo», si es que tal existe, sean los mismos que alborotan porque haya gente que pretende tener identificados a sus muertos, o sea, los mismos que están deseosos de que el Supremo empapele al juez Garzón por atrevido.

Soy de los que lamentó en su momento y creyó que no hubiera hecho falta que Rafael Fernández se prosternara rodilla en tierra en Covadonga, pero tampoco de los que consideraron entonces su gesto -que los hubo- como una desconsideración para los que defendieron la causa republicana en los años terribles que siguieron al pronunciamiento del 36. Por eso me espanta tanto que todavía dos concejalinos de la rancia derecha gijonesa -y que no vivieron la Guerra- se ausenten por cuestión de conciencia del Pleno que distinguió a Carrillo.

Si, como parece lo más probable, enmarcamos la ausencia simplemente como un efecto colateral de la guerrilla por la candidatura de Cascos al Principado, lo siento por la bajura de miras de los ausentes. Si, como da la sensación de que es más improbable, la ausencia se debe de verdad a un fuerte impedimento de conciencia por la personalidad o supuesta historia personal del homenajeado, lo siento también por lo que significa de que no han comprendido nada y de dónde se supone que han de estar los prescriptores de opinión o de los supuestos líderes políticos, y los concejales de un pueblo como el nuestro, bien que a su escala, lo son.

Podemos decir, sin embargo, con Fellini, «E la nave va». A pesar de las pequeñas miserias, a pesar de la crudeza de la situación económica, a pesar de los peligros que acechan aún a la convivencia pacífica. La ausencia de los dos concejalinos del PP nos sirve, también, para avisarnos de la fragilidad de la convivencia, de lo difícil que es mantener los equilibrios, y de la responsabilidad que los gestores públicos, con sus grandezas y sus miserias, tienen en su consecución. Es responsabilidad de todos, claro está, pero algunos eligen un plus de ella: Rafael Fernández parece que o entendió en su momento, como Carrillo, como tantos otros y que, por lo menos tuvieron o tienen la decencia de rendir cuentas ante sus contemporáneos, no ante Dios o ante la Historia, como alguno que otro, que eso ya es el colmo del desahogo.