Zapatero sigue empeñado en rejuvenecernos con su estado de alarma, evocación otoñal de los estados de excepción del llamado tardofranquismo, que eran estados de alarma pero a lo bestia. El estado de alarma que sigue encañonando a los controladores es también la metáfora del fin del zapaterismo. Los miembros y las miembras del Gobierno no son mala gente, pero su tiempo político terminó, aunque legalmente les quede todavía un trecho. Dicho con cariño, que siempre da mucha pena contemplar una lenta agonía, éste es un Gobierno de espectros que gobierna un país que ya no existe. Como si el difunto padre de Hamlet, además de aparecerse de vez en cuando para engrandecer el drama, pretendiera dirigir su reino desde el más allá.

El lado humano, o inhumano, de la política tiene una faz terrible, en época de vacas flacas. ¿De qué hablábamos hace dos o tres años, antes de la crisis? ¿Cómo era la vida cuando nada sabíamos ni acerca de la deuda ni de los mercados, y el que más y la que menos se compraba un apartamento en primera línea de playa para invertir? Hay días que parece que los de Zapatero van enderezando el asunto con algunas decisiones, que a la semana siguiente descafeinarán y convertirán en una falsa solución para otro persistente problema. El maldito consenso que todo lo pasa por agua, por eso son tan buenas mayorías absolutas. No sé qué complejos mecanismos se activan en la sociedad cuando se produce un vuelco como el que ahora anuncian las encuestas, y aunque no lo anunciaran, basta con salir a la calle. No se trata de una cuestión ideológica, aunque a algunos les convenga mucho pregonar que sí lo es, para mantener la cuota del voto cautivo y desarmado ante el influjo de la sigla. Cada cambio de Gobierno es un cambio que aspira a cambiar el cambio anterior, y así avanzan las décadas, porque el ser humano necesita consumir novedad, y no soporta mucho tiempo lo mismo, aunque lo siguiente acabe resultándole peor.

En este acto final de la representación da igual que la alternativa popular sea tan borde y destructiva. Probablemente, dentro de poco gobernarán un país en ruinas, que ellos mismos habrán contribuido a hundir. Pero hagan lo que hagan los del Gobierno, la mayoría social coincide con las élites de los mercados en que hay que echar abajo el escaparate, y cambiar de una vez todos los maniquíes. Cuando esta percepción se asienta, tanto da que sea justa o injusta, es que la suerte está echada y que los votantes que decantan las mayorías ya pueden migrar de una sigla a otra. Hay como una relación amorosa entre la colectividad y su líder. Y un buen día muchos electores descubren que se acabó el deseo, y que los depósitos de testosterona andan ya vacíos, quizás en buena parte porque sus bolsillos también lo están.

Si Zapatero fuera cirujano, muchos pacientes se le habrían muerto en la mesa de operaciones, por sus errores de diagnóstico y, sobre todo, por su probada parsimonia a la hora de intervenir. El jefe del Gobierno pretende ahora transitar en unos meses el camino que se negó a recorrer en estos dos últimos años. Parece lógico, y no ideológico, que suele ser todo lo contrario, que los pacientes electores le retiren ahora la confianza, y que muchos prefieran arriesgarse a ser intervenidos por los de Rajoy, que una vez en la Moncloa harán todo lo contrario de lo que ahora dicen, y nos vamos a enterar. Pero el ser humano, como cualquier mamífero de las sabanas, es impredecible cuando su seguridad se ve amenazada, menos el líder del PP, que suele vanagloriarse de ser fácilmente predecible.

El estado de alarma no tiene música, de momento, pero es el preludio del fin de una época. Ya puestos, habría podido Zapatero aplicárselo también a la Navidad, para librarnos del invento y, sobre todo, del vergonzoso derroche lumínico en las calles de las grandes ciudades, al tiempo que muchas personas pasarán este año la peor Nochebuena de sus vidas. Cargándose la Navidad por decreto, y apagando esa provocadora iluminación urbana, Zapatero habría pasado a la leyenda como el presidente más laico de la historia universal. Dicho lo dicho, tengamos compasión y caridad cristiana hacia este Gobierno que ya vive sin vivir en él. Son virtudes gratuitas al alcance de cualquier parado, muy propias de estos días que celebran el nacimiento de su mayor valedor, que por ser eterno sigue cumpliendo años. Sonata de espectros en cada Consejo de Ministros, con el BOE convertido en una pieza teatral entre Alfonso Paso y Thomas Bernhard, hoy te recorto por aquí, mañana por allá, y dentro de un mes ya se verá. Cada día que sigan ahí es tiempo perdido para todos. Ya da igual que lo hagan genial la semana que viene o dentro de dos meses. Se acabó. Hay que cambiar el escaparate, y tentar la suerte con otro diseñador.