La cuesta de enero o janeiro, como diría un mozárabe, es, para mucha gente, una anábasis o subida, peor y más trabajosa que la de los diez mil mercenarios griegos que apoyaron al golpista y derrotado Ciro cuando trató de quitarle la silla dorada de Persia a su hermano, contada por Jenofonte, uno de los participantes que, en plan reportero de guerra, narró lo que vio y sintió de un modo non grato a los historiadores canónicos que desprecian la literatura. Pero hay quien, en esta antojana del año, sufre más bien una katábasis, bajada, descenso irremediable o caída en picado por el tobogán que lleva directamente a darse de narices con el suelo, al que no llamo santo, aunque podría con toda justicia, porque la santidad es característica de alguien tan raro y apartado de lo demás que vive y sobrevive a pesar de la opresión y de la adversidad, y los suelos son un ejemplo de resistencia a los venenos que les echamos encima, pues siguen sosteniéndonos a nosotros, criaturas contaminantes, y cargando con nuestros artefactos intoxicadores, nuestras casas y nuestras factorías de homines fabri.

Pero la anábasis y la katábasis de enero son penas volanderas, debido a la capacidad de adaptación que tiene todo el mundo para no tirarse por la ventana del desánimo. Así que, ahora mismo, a unos días andados desde Epifanía o festividad de Reyes, la gente, turulata con el mono de la dosis de nicotina y las rebajas, ya está preguntando aquí y acullá cuándo caen Carnaval y la Semana Santa y hablando de que el Primero de Mayo es domingo y habrá un puente florido y hermoso para hacer una escapada a un lugar de sol y playa, al que se pueda ir en un vuelo de bajo coste y a un hotel de tarifa interesante, en el caso de que la reserva se realice con un par de meses de antelación y se encuentre una ganga rebuscando por internet y no mediante una agencia de viajes, de la que tantos salen tan escaldados como un matrimonio de septuagenarios que, al jubilarse y cerrar su frutería, decidieron darse un premio yendo a Capri, porque allí había pasado parte de su luna de miel su hija y había vuelto igual que si hubiera estado en el cielo y no en esa isla mediterránea del Tirreno; pero su voluntad era débil o no tan poderosa como la de aquella encantadora de serpientes que los convenció para cambiar su destino y pasar aquellos días de agosto que habían dispuesto para sus primeras vacaciones en muchos años en otro mar y otra isla del Mediterráneo, en concreto, en el Jónico y en la griega Corfú, con varios cuentos: el primero versaba sobre la mucha pasta que se ahorrarían porque allí todo era más barato que en cualquier lugar de Italia; y el argumento del segundo consistía en que los hoteles que habían elegido estaban completos en esas fechas y los otros quedaban en el extrarradio y no eran recomendables. Fueron a Corfú y, cuando me lo contaba, vi lágrimas en los ojos de la hija: los metieron en un relais destartalado, con ventilador en la habitación, porque el aire acondicionado no funcionaba, pero la cosa ya había comenzado torcida, pues les perdieron las maletas y debieron ir ellos mismos a recogerlas al aeropuerto, al día siguiente, porque la compañía aérea con la que habían volado no tenía servicio a domicilio ni entrega de equipaje extraviado en el hotel; así que tuvieron que dormir aquella primera noche en ropa interior y pedir un cepillo de dientes, porque el kit de aseo del baño estaba destinado a un solo huésped.

La empleada de la agencia de viajes seguro que estaba acostumbrada a que a gran parte de la clientela le da lo mismo ir a Túnez que a Malta o a Scutari, donde Pedro Luis Gálvez, poeta entre otras muchas cosas más, fue soldado, según contaba a quienes escuchaban sus fabulaciones de fiebre en pico. En realidad, la inmensa mayoría va y viene obediente a las leyes del mercado del ocio, dictadas por quienes determinan el precio de todo: de un meñique perdido en un accidente laboral o el del kilogramo de harina o de arena de playa. Pero, al final, si nos ponemos a rascar sin demasiado vigor, sin necesidad de quebrarnos la punta de la uña, descubriremos que lo que queremos es vivir disfrutando de la pereza, del ocio, de la holganza, de hacer lo que de verdad verdadera nos apetezca, del gozo y de la dulzura de no hacer nada o nada más que mirar, por ejemplo, las nubes errabundas o las gotas de lluvia reventando contra el cristal de la ventana o releer el «Conde de Montecristo» y reenamorarnos de Edmundo Dantés o empuñar el bolígrafo incluido en una libretita de páginas blancas comprada en el Museo Thyssen, con el retrato de Giovanna degli Albizzi de Ghirlandaio en la portada, para escribir repentinamente, como si tacháramos con rabia la vida y el mundo y otra vez fuéramos tan sólo un corazón de 13 años latiendo. Renuncio al amor. De él reniego. Lo rechazo. No lo quiero. Deseo, en cambio, que por siempre mis pensamientos y sentimientos sean una bandada de salvajes pájaros libres.

Sin embargo, cuando termina un rapto semejante, hasta el más lerdo se da cuenta de que es irremediable quererse un poco para continuar aquí, en la vida, y que también es necesario confiar en las personas, aunque, a veces, en lugar de a Capri nos hagan creer que queremos ir a Corfú, y que no es conveniente decir en todo momento lo que pensamos de los demás, por lo mismo que no nos gustaría sin duda escucharles decir a cada repiquete lo que piensan de nosotros. Jano ha abierto sus puertas de entrada al 2011. Ojalá las haya cerrado bien y no sea un año demasiado guerrero, aunque haya paces que únicamente crecen en la tierra de la cicuta y los cementerios.