Reflexionaba Jovellanos en su «Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas» que «creer que los pueblos pueden ser felices sin diversiones es un absurdo; creer que las necesitan y negárselas es una inconsecuencia tan absurda como peligrosa; darles diversiones y prescindir de la influencia que pueden tener en sus ideas y costumbres sería una indolencia harto más absurda, cruel y peligrosa que aquella inconsecuencia».

Nuestra gente del teatro cree firmemente en esta afirmación y sigue al pie del cañón, aunque la crisis empiece a zurrar de lo lindo a la incipiente industria. Dos ejemplos. El teatro Jovellanos acoge mañana la gala de entrega de los premios «Oh!» de las Artes Escénicas, convocados con esfuerzo digno de elogio por la Asociación de Compañías Profesionales de Teatro y Danza de Asturias. Días después, Gijón se convierte en referente nacional del sector con la celebración de la Feria Europea de Teatro para Niños y Niñas, Feten, que, como su nombre indica, es fundamentalmente un mercado de la industria teatral aunque también favorezca la exhibición de montajes de calidad.

Citas que adquieren valor especial teniendo en cuenta que la crisis empieza a hacer mella en el sector de forma directa y derivada. Hasta ahora el teatro iba sorteando la recesión económica gracias a que siempre se ha sabido en crisis y no entra en pánico, que tiene un público intermitente -pero fiel en su intermitencia-, que no puede descargarse por internet, hay que ir a verlo, que el sistema de ayudas públicas es exiguo y sin visión de conjunto pero existe, y, sobremanera, que los profesionales tienen más moral, pasión y resistencia que el Alcoyano Fútbol Club.

Sin embargo, la tendencia ha ido torciéndose desde 2009, año en el que el teatro perdió un millón de espectadores según el «Anuario de las Artes Escénicas, Musicales y Audiovisuales 2010», editado por la SGAE. Un descenso que aún está por cuantificar para el ejercicio pasado, pero que también se prevé voluminoso.

La razón de esa deserción de espectadores puede ser doble. Por un lado, las ganas de evadirse son cada vez más difíciles de sufragar en un país con una tasa de ocupación en caída libre, pero además los teatros públicos, en su inmensa mayoría dependientes de ayuntamientos, programan menos.

Programar menos es más honesto que contratar y no pagar, comportamiento incívico y contrario a las leyes más básicas del «cash flow» ajeno, que, sin embargo, se ha generalizado en los municipios, no sólo con las compañías de teatro sino, en general, con las empresas culturales que, al final, están financiando las actividades que las corporaciones venden a los administrados como propias. Otra derivada de esta asfixia de las cuentas municipales se materializa en el descenso de los cachés de las compañías, que acaban perdiendo dinero por representar.

El último año, en Asturias, también ha tenido sus sombras y sus luces. El giro inesperado y a la desesperada de la programación del teatro de la Laboral ha dejado el proyecto del coliseo autonómico en una provisional indefinición y en franca competencia con el teatro Jovellanos. Eso sí, después de años de quejas de las compañías asturianas, ahora la Laboral las ha implicado en programas como «Vamos al teatro» gracias al cual estudiantes de toda Asturias están tomando contacto con montajes hechos en la región.

Una forma de educar el ojo estético y de «tocar profesión» que ya defendía Jovellanos en aquellas reflexiones suyas en las que nunca se alejó de la idea de que el teatro y, en general los espectáculos, forman parte del bien general y son imprescindibles para la felicidad individual.