A tres meses de las elecciones autonómicas y locales en las oficinas públicas se percibe un extraño panorama. Se toman pocas decisiones de calado, los pasillos se cuajan de rumores y comienza el frenético deshojar de margaritas para aquellos cuyo puesto de trabajo depende del gobernante de turno y temen que les arrastre en su caída electoral. Es el caso del personal de libre designación (seleccionado digitalmente pero exclusivamente entre quienes ya son funcionarios) y del personal eventual, así como altos cargos de nombramiento político (todo ellos reclutados «al gusto» bajo el amplísimo criterio de la amistad, la afinidad ideológica o la sugerencia del partido).

El personal de libre designación sabe que siempre conservará su condición de funcionario y aunque su cese provoque un descenso en la pirámide jerárquica, que además es infrecuente, no le perjudicará en la estabilidad de su trabajo, con lo que siempre tendrá asegurado el menú nuestro de cada día.

El personal eventual y directivos políticos son harina de otro costal. Se mueven inquietos en su poltrona. Aunque conozco personas admirables, vocacionales e inteligentes, que desempeñan o han desempeñado algún alto cargo político o de confianza, y muchos más que por sus obras se han labrado una gran reputación, ello no quita que bajo la inflación de altos cargos que han sufrido las administraciones públicas en tiempos de vacas gordas presupuestarias se hayan subido a tan dorado carro muchos oportunistas, quienes de igual modo que el tigre que prueba carne humana no pueden dejar de hincar el diente en las mieles públicas. Es cómodo vivir como «oficial» sin haber pasado por el West Point de unas oposiciones o un concurso limpio de méritos. Y muy triste abandonar despacho o coche oficial, prescindir de móvil o ágapes a costa del presupuesto público, dejar de escuchar zalamerías o renunciar a esas reuniones del alto mando donde el cómodo papel de asesor o directivo consistía en criticar al enemigo político.

No hay problemas de supervivencia cuando hay estabilidad política y se trata de comunidades o ayuntamientos con un color ideológico dominante y perpetuo. Pero ahora el horizonte muestra grandes nubarrones de cambios políticos con resultado impronosticable ante partidos sin rumbo, partidos derrumbados, partidos «partidos» entre sus propios afiliados, partidos que aprovechan el tumulto para la rapiña electoral y partidos que sólo aspiran a «repartirse» el botín. Difícil resultará separar el oro de la hojalata y la promesa electoral de la mentira calculada.

En esa fase estamos. Ante una inminente estampida de ñus en el Serengueti. Altos cargos con muchos trienios viviendo de la política y a costa del presupuesto. Muchos no saben hacer otra cosa, ni tienen donde ir. Y hay que buscar un hueco o nicho donde trabajar ante un posible e inminente cese. Es hora de peregrinar por los círculos del partido, de visitar casualmente otros ayuntamientos vecinos con gobernantes afines, de tirar de agenda y escudriñar los nombres apuntados en actos públicos y francachelas. Quizá hay que humillarse y cortejar al enemigo del propio partido. Acaso suplicar la designación para un consejo o comité bien pagado y donde no se estorbe. Los más ingenuos creerán que la crisis es para los débiles, pero no para los curtidos próceres. La situación recuerda el juego infantil de las sillas en que, al haber más personas que sillas, hay que moverse rápido e incluso empujar sin piedad. Aunque quizás el traumático cambio del aparato de gobierno más bien evoca el hundimiento de un buque y con menos botes salvavidas que pasajeros, aunque, como el «Titanic», siempre habrá sitio para los pasajeros de primera clase.

Ese es el monstruo que se ha creado en la última década. Muchas veces se critica la Administración pública, y su rumbo errado no se debe a los funcionarios sino a una «burocracia política» que ha ido aumentando en número y poder. Las reformas legislativas de la última década so pretexto de la cacareada «profesionalización» del funcionario han propiciado de rondón un silencioso desembarco del político en funciones públicas.

En la primera etapa, las leyes de la función pública y las leyes de gobierno permitieron el generoso reclutamiento por los gobernantes de sus lugartenientes prescindiendo de mérito y capacidad objetivos (directores generales, consejeros técnicos, coordinadores ejecutivos, gerentes, etcétera). En una segunda etapa, estos altos cargos cobraron seguridad y aumentaron su poder a costa de usurpar cometidos reservados a los funcionarios, mientras simultáneamente aplicaban un clientelismo solapado para rodearse de empleados públicos leales. Al final, consiguieron un estatuto de prebendas envidiable.

Como consecuencia, los altos cargos se convirtieron en altas cargas y, aunque el globo económico pierde gas, a nadie se le ocurre echar lastre por la borda. Y es que, no nos engañemos, cualquier partido político que gobierne, del color que sea (conservador, moderado o progresista), y en cualquier ámbito (estatal, autonómico o local), no resistirá la tentación de alzar a sus fieles, rodearse de sus asesores y colocar distintos perros con el mismo collar público.

En esa situación no es extraño el castizo «allí van las leyes donde quieren los reyes», ni que se reproduzcan casos de corrupción, ni que las mayores barbaridades jurídicas queden impunes, ni que se apliquen medidas de austeridad draconianas en todo ámbito que no afecten a la corte de Versalles. El problema es que en la Administración pública, como en la selva virgen, los errores se pagan por mucho tiempo y la regeneración será lenta y difícil.