Llevo días impresionado por el terremoto y el consiguiente tsunami de Japón, pero más aún si cabe por la mala fe de cierta gente que alarma para asustar, miente descaradamente, juega con el miedo, confunde por sistema y hasta se alegra de la desgracia porque de esta, a lo mejor, se cargan la energía nuclear.

Ocurrió lo mismo con el terrible ciclón Katrina. Oí cosas terribles, personal que se alegraba porque los yanquis mordían el polvo.

No cabe mayor bajeza, y ahora se están viviendo cosas así en torno a Japón y a cuenta de las nucleares.

La cuestión, por lo visto -para el pensamiento oficial- no son las quince mil personas muertas o desaparecidas desde que tembló esa lejana tierra el día 11 de este mes, sino las oscuras expectativas desatadas a cuenta de los reactores nucleares semidestruidos por el terremoto, no por la impericia de sus rectores.

Las declaraciones parciales sobre la suerte de los reactores en las que solo se deja ver lo negativo llueven con tal intensidad que desbordan cien veces la lógica atención sobre la catástrofe general provocada por el terremoto.

En el colmo de la mala intención se habla sin cesar de la fusión del núcleo, un juego indecente de palabras para insinuar que se está en puertas de una fusión nuclear espantosa.

Vamos a ver, la fusión nuclear descontrolada y masiva -resultado de la fusión de trillones de núcleos de átomos- es la llamaba bomba de hidrógeno o, por eso mismo, bomba H. Lo que ocurre en esos reactores siniestrados es que, por efecto del calor y ante la imposibilidad de refrigerarlos, se funde -no se fusiona- todo lo que contienen. Ítem más, en vez de hablar del núcleo, que induce a un error garrafal, habría que referirse al centro, al corazón, a la vasija o como se quiera decir.

Por lo demás, la situación es muy grave: en cualquier momento una nube radiactiva puede causar terribles daños, pero, sospecho, menores que los ya producidos por el tsunami.