Hoy hace veintitrés días que el fotógrafo gijonés Manu Brabo está retenido por las tropas de Muamar El Gadafi en Libia, país en el que la semana pasada morían los fotoperiodistas Tim Hetherington y Chris Hondros. A Robert Capa se le atribuye la frase «si tus fotografías no son buenas es porque no te acercaste lo suficiente»; en todo caso, lo único que hizo el húngaro fue poner en palabras la pulsión compartida de estos profesionales, que les arrastra a los lugares donde la realidad enloquece para hacer constar esa locura, aun a riesgo de ser engullidos por ella.

Vale muchísimo la pena leer la reflexión que Susan Sontag propone sobre el rol del fotoperiodismo en la sociedad moderna, en el ensayo «Ante el dolor de los demás». De una manera impecable, razonada y documentada, la pensadora hace una instantánea impresionante del valor de una foto.

Una foto en un conflicto bélico, defiende Sontag, no vale lo mismo que un vídeo sobre el mismo tema; con el tiempo vale mucho más, porque la memoria humana retiene imágenes, no películas, de la misma forma que puede quedar marcada -a veces para siempre- por una palabra o una frase, más que por todo un diálogo.

Y una foto, añade la pensadora, no vale «para lo mismo» ahora que hace, por ejemplo, cincuenta años. Entonces, quienes la contemplaban podían sentirse conmocionados por la depravación humana; ahora ya no es posible escudarse en esa inocencia, es más, «debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan» para obligarnos a reflexionar «sobre cómo nuestros privilegios están en el mismo mapa que el sufrimiento, y pueden estar vinculados».

En esa tarea de obligar a la sociedad a no cerrar los párpados de la conciencia, solo en 2010 murieron en el mundo cincuenta y siete periodistas, y ciento cincuenta fueron encarcelados, según datos de Reporteros Sin Fronteras. Ello nos permite asistir a otra vuelta de tuerca: el descubrimiento de las condiciones de trabajo de estos profesionales, una panorámica tan incontrovertible y acusatoria como las que capturan sus objetivos.

Sucedió en el caso de José Couso que, tras ser asesinado en Bagdad, supimos que trabajaba como operador de cámara para una gran cadena de televisión? pero como autónomo, pagándose de su bolsillo, si quería o podía, su seguro, su chaleco antibalas o su casco. El perfil de Manu Brabo es el del freelance que cobra por foto vendida a una agencia o directamente a un medio y que, en muchos casos, puede incluso irse a una zona de conflicto sin tener cerrado con quién va a colaborar para, una vez destacado allí, empezar a colocar su trabajo.

Estas situaciones laborales hacen más débiles a quienes desarrollan una labor arriesgada y, en el colmo de la paradoja y de la injusticia, contribuyen a invisibilizarles cuando les van mal las cosas. Esta puede ser una de las razones por las que el caso de Manu Brabo no se refleje en medios de ámbito nacional con el peso informativo que tiene objetivamente la retención de un profesional español en un conflicto bélico de reciente estallido, sobre todo si se trata del primer episodio.

Claro que quizás también ayude la perplejidad ciudadana acerca de esta guerra repentina: por qué ahora, por qué de esta forma, por qué no en otros conflictos, en resumen ¿por qué? Y, dadas las circunstancias actuales ¿qué pretende Gadafi reteniendo al joven gijonés y otros tres periodistas extranjeros en un centro militar de Trípoli? Tal vez al ser interrogantes incómodos - y con el tiempo y la capacidad de resistencia de Gadafi, más todavía- se procura que el caso tenga un reflejo más discreto, un perfil bajo.

En Asturias son dignos de elogio los esfuerzos que los compañeros de profesión de Manu Brabo están llevando a cabo, especialmente desde la Asociación Profesional de Fotoperiodistas Asturianos que brega por que la campaña por la liberación de su compañero no pierda fuelle y trata de arropar a la atribulada familia.

En todo caso, la secuencia de lo que le está sucediendo a este joven gijonés es un impecable ejemplo de lo que Sontag plantea acerca de nuestra responsabilidad ante el dolor de los demás, no sólo de quienes han sido capturados en su sufrimiento por el objetivo de una cámara, también de quien enarbola esa cámara y, por el hecho de hacerlo, exhibe también y sin pretenderlo, su propio drama.