Los cables secretos de Wikileaks desvelaron hace unos meses la principal obsesión de los asesores del presidente de la Casa Blanca: matar a Osama Bin Laden. Los mismos cables publicados por la organización de Julian Assange constataban la presencia del líder talibán en Pakistán y la desidia de los servicios secretos paquistaníes en la búsqueda y captura del hombre que encabezaba hasta hace unos días la organización terrorista más peligrosa del planeta. Curiosamente, los mismos cables también registraban la opinión del embajador americano en Nueva Delhi o la convicción de algunos asesores militares en Tayikistán. Todos ellos concluían que más que desidia, el ISI, el siniestro servicio de inteligencia paquistaní, permitía a Osama Bin Laden vivir en libertad.

El pasado lunes, la humanidad conocía la muerte del terrorista saudí. Diez años después de la caída de las Torres Gemelas, el mayor atentado terrorista de la historia, Bin Laden era ejecutado de un disparo en la mansión de Abbottabad, situada a sesenta kilómetros de Islamabad, convertida hoy en lugar de peregrinación. La llamada «operación Gerónimo», desarrollada por veinte soldados SEAL estadounidenses y helicópteros Black Hawk, concluyó con un tiroteo, según informó John Brennan, el consejero para la lucha antiterrorista del presidente de los EE UU, que pondría fin a la vida de Osama. Según Brennan, el cuerpo sería hundido en el mar conforme al rito funerario islámico.

La Casa Blanca anunciaba el miércoles que no publicaría las fotos que certifican el cadáver de Bin Laden porque no las considera necesarias para verificar su muerte y porque al Gobierno de Barack Obama no le gusta enseñar sus trofeos. Al instante surgieron las primeras preguntas: ¿cómo diablos murió?, ¿planteó resistencia? o por el contrario ¿fue una ejecución? La maquinaria de desinformación del Gobierno norteamericano comenzó a funcionar desde el primer minuto. Osama Bin Laden no tuvo oportunidad de defenderse con ninguna arma, pero planteó la suficiente resistencia como para justificar su muerte, explicaba el portavoz de la Casa Blanca, Jay Carney: «La resistencia no requiere de un arma de fuego». Por el contrario, su ambigüedad, el tono con el que siempre se extiende la desinformación, no ha sido esta vez la suficiente para ocultar lo que «The New York Times» confirmaba ayer: la «operación Gerónimo» no dio opción alguna al puñado de guardaespaldas de Bin Laden para plantear batalla frente a los veinte soldados de élite americanos.

El relato de lo que fue Gerónimo es ambiguo y muta al paso de las horas, pero encierra el deseo de muchos americanos que fue vertido, como decíamos antes, en los cables de Wikileaks: la venganza. En cualquier caso, la muerte de Bin Laden pone de manifiesto otros hechos de estremecedora relevancia. El ejercicio continuo de la tortura en cárceles secretas para acceder a confesiones o declaraciones de escaso valor en la lucha contra el terrorismo islámico continúa siendo una rutina en el primer Gobierno de Barack Obama, la opacidad informativa transmitida desde el despacho oval del presidente negro sigue siendo tan ominosa como la de su predecesor. La acción militar al margen de los procedimientos legales se rige bajo la premisa de los hechos consumados. Desgraciadamente, sobre esta pauta, resulta muy difícil aceptar la legitimidad de la muerte del enemigo número uno del mundo. Desde el lunes, ya no podemos saber qué habría pasado si Osama Bin Laden hubiera sido apresado y sometido a un juicio, como sucedió, al menos, con Saddan Hussein o con tantos monstruos nacidos al albur de la pesadilla nacional-socialista, en los tribunales de Nuremberg. En España sabemos muy bien que descabezar una organización terrorista no implica necesariamente su destrucción.

Finalmente, la muerte de Osama Bin Laden también ha servido para reconocer cuál ha sido la actitud del resto de países que participan en Afganistán en la lucha contra el terrorismo islámico y, en especial, la de España. El hombre que lidera la alianza de civilizaciones, José Luis Rodríguez Zapatero, expresaba su posición de forma contundente: «Es muy probable que el destino de Bin Laden sea un destino buscado por él mismo después de su sanguinaria trayectoria». Con este tipo de declaraciones, tiene razón Gaspar Llamazares, nuestro Presidente está irreconocible.