Mariano Barbacid dirige el equipo de Oncología Experimental en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), que es uno de los cinco centros más destacados del mundo de acuerdo al impacto de sus publicaciones. Tiene un prestigio profesional impresionante a escala global y socialmente todo el mundo lo conoce, algo muy poco frecuente si se trata de científicos españoles. Pues bien, Barbacid y su gente han identificado una sustancia clave en el desarrollo de los tumores, acaban de publicar su descubrimiento y están intentando desarrollar una contra que la inhiba, dicho todo en términos coloquiales que es como se entiende.

Y de pronto llega la comandante Garmendia y manda parar. Ni dinero público para que siga investigando ni siquiera la posibilidad de manejar 50 millones de euros de instancias privadas.

El escándalo es de dimensiones internacionales. Prestigiosas publicaciones y centros de investigación se han llevado las manos a la cabeza y entonces, encima, la ministra comandante -una pija progre que al principio de su dictado aún camelaba a algunos ingenuos del planeta ciencia- ha injuriado al investigador extendiendo la especie de que estaba levantando falsas expectativas en materia tan sensible. Una ofensa indignante y superlativa. La cuestión es la de siempre. La ciencia, convertida en religión dada su soberbia pretensión de verdad, no puede escapar al control férreo de los mandarines políticos. Les va la vida -o sea, el poder y el dinero- en el empeño, así que incluso a los mejores entre los mejores se les da con la puerta en las narices. Que inventen ellos en versión socialista.