La filósofa francesa Simone Weil escribió en una ocasión que la belleza remite a lo extraordinariamente remoto o a lo extraordinariamente frágil; esto es, a la lejanía -ya sea en el tiempo o en el espacio- o a la fragilidad. Como ilustración, Weil citaba dos ejemplos: la luz distante, infinita, de las estrellas y los pétalos de una rama en flor. Otro autor francés, Pascal Quignard, anotaba algo parecido: es bello lo que nos fascina y nos atrapa. Fascinante es el objeto ante el que la mirada permanece fija, quieta, sometida a su contemplación. Fascinante es la pulsión sexual. Fascinante es el silencio y la quietud que se esconde detrás de la música y del lenguaje. Fascinante es el pasado, del que todo lo desconocemos.

Quizá sólo se trate de una herencia romántica, sin la cual es imposible comprender la sensibilidad contemporánea. La sensibilidad artística, digo, pero también la moral; pues, en nuestros días, el pasado adquiere rango moral. Empleamos la historia como fuente legitimadora del presente -de la memoria histórica a la cuestión nacional- y como raíz de la sabiduría. Volver a los orígenes supondría, entonces, retornar a la verdad. Pensemos en la música antigua interpretada con criterios historicistas -poco importa considerar ahora en qué medida este movimiento es pura invención- y pensemos también en la New Age, con todo su polimorfismo. El budismo, por ejemplo, fascina por lo que tiene de arcaico y de misterioso para una mentalidad occidental, en abierto conflicto con la esperanza de la Ilustración. Puede parecer un contrasentido, pero en ocasiones el mito dota de fuerza moral a la historia, tal vez porque la identidad del hombre deriva de las narraciones que dan sentido a nuestras vidas.

No se trata, en realidad, de algo novedoso. La Ilustración creía que la razón desarmaría al mito; pero el hombre, no obstante, es esquivo a la caricatura. El amor, la bondad y la generosidad no se explican desde un análisis meramente racional. La belleza en sí apunta a algo más hondo que la razón, igual que los símbolos. Recuerdo ahora una escena de la película «El gran silencio» donde un monje cartujo explica que el hecho de que ya no entendamos el significado de un símbolo o de un rito no justifica que prescindamos de él.

Esta semana hemos leído la noticia de que en Egipto, un equipo de arqueólogos ha logrado desenterrar una nueva barca solar, dedicada al culto del dios Ra, de hace 4.500 años. La noticia hablaba de una embarcación de madera de cedro del Líbano y de acacia egipcia, una belleza frágil en tonos rojizos, terrosos, que emerge de la oscuridad de la historia. Nadie sabe muy bien cuál era su función ni por qué la enterraron junto a la Gran Pirámide del faraón Keops. Unos afirman que se trata de una barca funeraria; otros, como el egiptólogo Zahi Hawass, sostienen que la embarcación simboliza el viaje por el cielo que cada mañana emprende el dios Ra para guiar el sol. Da igual. En realidad, las barcas de Keops nos hablan de la fascinación del hombre por el sentido de su vida, que es también el de la muerte y del orden del universo. Lo lejano y lo frágil, apuntaba Weil, que acuden a interrogarnos sobre la condición humana.