Morirse es prohibitivo. Siempre estuvo por las nubes pero de un tiempo a esta parte conviene tener previsto ese gasto que habrán de hacer otros en nombre de una, si no se quiere dejar a los herederos un pufo que empañe, aunque sea un poquito, la paz de pega que ha de reinar en toda despedida.

Hace cierto tiempo, en una conversación de café con unas amigas sobre el edificante asunto de los decesos, me sorprendió saber que la más joven de las tres había suscrito un seguro con Santa Lucía. Teniendo que cuenta que la esperanza de vida de las mujeres en Asturias es de 84 años -76,7 en el caso de los hombres-, la aseguradora le cargará el recibo mensual a mi amiga durante los próximos 54, antes de tener cumplir con el compromiso contractual de sufragar los gastos de su funeral y entierro.

Sin embargo y para mi sorpresa, nuestra joven protagonista aún no se había planteado contratar un más que recomendable plan de pensiones, del que ella podría disfrutar dentro de 35 años -en realidad 37, gracias al apoyo de CiU- y que en cambio sí habíamos previsto las otras compañeras de tertulia porque, argüíamos, lo lógico es asegurar la calidad de los últimos años de vida y, ya secundariamente, darle una pensada al cómo será el tránsito hacia la otra, los oropeles con los que una lo querrá acompañar, y empezar a hacer hucha.

En realidad, el seguro de nuestra amiga lo estaban sufragando sus padres, hecho al que ya le encontramos mayor lógica porque a partir de ciertas capas de la pirámide demográfica hay pensamientos recurrentes y esquemas rígidos cuyo curso natural no conviene alterar, por ejemplo acerca de la incineración y posterior depósito gratuito de los restos en una zona como «El parque de las cenizas» del cementerio gijonés de Deva.

Para muchas personas eso sería una aberración y es bien sabido que las últimas instrucciones antes de la muerte han de ser cumplidas aunque al finado no se le haya hecho caso en vida a ninguna otra recomendación. A las últimas, siempre sí porque como nunca nos ha quedado claro qué es lo que nos espera al otro lado y sigue dependiendo de una íntima cuestión de fe, es preciso garantizar, en lo que de nosotros dependa, que nuestro difunto al menos camina hacia la luz en paz. Lo que ocurra después es un misterio.

Alrededor de este proceso por el que hemos de pasar sin excepción conocida, ha florecido una industria resistente a la crisis, y cuya regulación está revisando el gobierno. La realidad es que estas empresas operan prácticamente en régimen de oligopolio -hace poco más de una década que se liberalizó el sector- lo que hace que los usuarios tengan poco o nulo margen de elección, y eso nunca favorece que las tarifas sean competitivas, más bien al contrario. A ello también ayuda que los familiares de un fallecido, en mitad de la conmoción y con la premura de las circunstancias, están con las defensas bajas.

Las empresas funerarias -entre ellas, las asturianas- se han echado las manos a la cabeza con el proyecto de Ley de servicios funerarios que ha redactado el gobierno y que, entre otros aspectos, flexibiliza la creación de una empresa en el sector, permite la elección de funeraria a través de una aseguradora, rebaja las exigencias para el traslado de cadáveres y elimina el plazo mínimo desde el fallecimiento hasta el entierro. El objetivo es abaratar al ciudadano el coste de este trance, cosa muy de agradecer y que encuentro más útil que el debate sobre los 100 o 120 kilómetros hora en las autopistas, disquisición que yo, en el día de retirada de pegatinas a todas las señales de la red viaria española, aún no he comprendido.

Al final, quedará a decisión de cada cual si deseamos incineración, envase ecológico, diamantes fabricados a partir de cabello del difunto, esculturas a partir de las cenizas del ídem, urnas con semillas de las que florezcan pinos o alcornoques, lápidas de porcelana serigrafiadas con fotos? o donar nuestro cuerpo a la ciencia. Porque tal vez ha llegado el momento de reinterpretar la muerte, al igual que hacemos con la moda, la cocina o el sistema de libre mercado. Repensarla un poco, despojarla de rigores, personalizarla y caminar un poco más ligeros por el día a día de la vida.