No hay mejor homenaje a los escritores desaparecidos que leer, releer o excitar el interés por la lectura de sus libros. Al fin y al cabo, y junto con los hijos, los frutos más relevantes de su paso por el mundo. Por eso mismo, he puesto estos días, bien a la mano y en lugar preferente de mi mesa de trabajo, el libro de Jorge Semprún «Federico Sánchez se despide de ustedes», donde se recogen, entre otras, sus reflexiones sobre los tres años en que ejerció como ministro de Cultura en uno de los gobiernos de Felipe González.

Como todo el mundo sabe, Federico Sánchez era el nombre que el escritor usaba en la clandestinidad, cuando militaba en el Partido Comunista de España y hacía frecuentes incursiones en el territorio español desde la Francia donde vivía. Se quejaba Javier Solana, con ocasión de su reciente pasamiento, que la sociedad española había sido hasta ahora injusta con Semprún, al que no se le reconocieron en vida sus muchos méritos intelectuales, humanos y políticos. Una tradición, por otra parte, muy española, ya que hicimos lo propio con Cervantes, con Valle-Inclán y con tantos otros. (A veces, me pregunto cómo es posible que la avenida principal o la plaza de muchas ciudades españolas no lleve el nombre de don Santiago Ramón y Cajal, en vez del de tantos brutales hombres de armas, literatos, pintores o políticos de segundo orden, o de dudosos talentos locales, cuya memoria no resiste el paso de una generación).

Hay muchas razones, o sinrazones, para ese olvido deliberado de la figura de Semprún, entre otras su condición de exiliado, o trasterrado, su filiación política de izquierdas, su oposición al franquismo y su militancia cultural en lo que aquí se llama despectivamente «afrancesamiento», es decir, el intento de modernizar España. Incluso desde sectores de la izquierda española no se veía bien su origen aristocrático. Recuerdo que, en un debate en «La clave» que dirigía José Luis Balbín, el escritor y periodista Vázquez Montalbán, que era militante del PCE, insistía siempre en mencionar, con cierto retintín, el primer y segundo apellido del entonces ministro de Cultura, Semprún Maura, hasta que éste se enfadó por ello.

Semprún nunca renegó de su condición de afrancesado, escribía en francés, y admiraba la cultura francesa. En una de las primeras páginas de la obra que cito menciona que Napoleón, mientras esperaba a que Madrid se rindiera, dictó y firmó en una sola noche cuatro decretos que hacían de España un país moderno (abolición del Santo Oficio y de los privilegios feudales, limitar la proliferación de órdenes religiosas y suprimir los aranceles interiores). Y compara esa rapidez con los años de tumultuosos debates que costó a las Cortes de Cádiz llegar a esas mismas conclusiones.

Pero, además de éstas y otras interesantes meditaciones, hay bastante de cotilleo político en el libro, que comienza con una cita de Alfonso Guerra en la que anima a Semprún a escribir sobre su experiencia en el Gobierno con la misma honradez con que escribió la «autobiografía de Federico Sánchez». Y bien que lo aprovecha. El libro es un cruel y prolijo alegato sobre la personalidad del político sevillano, al que reprocha «suficiencia, megalomanía, intelectualismo kitsch y donjuanismo andaluz de lo más vulgar». Otro de los damnificados es Enrique Múgica, un antiguo militante del PCE, que pasó de «bon vivant a vividor». En cambio, su visión de la figura del Rey Juan Carlos y de la Reina Sofía es elogiosa.