Cuenta una leyenda urbana que un honrado juez andaba a la persecución de un corrupto oficial de su Juzgado, del que sospechaba certeramente que incrementaba su estipendio con «astillas» o gratificaciones lubricantes de sentencias, autos o providencias que corrían o se detenían más de lo que les correspondían por su turno. Al leer una mañana temprana el «Boletín Oficial del Estado», el buen juez se encontró destinado en un lejano Juzgado mallorquín. Le faltó tiempo para personarse en el Ministerio de Justicia, donde un funcionario que le miraba por encima de sus lentes le exhibió su instancia de participación en el último concurso de traslados. ¡Y al pie de la solicitud figuraba su firma, de su propio puño y letra! Unos días después, mientras el juez marchaba camino de su lejano puesto, el oficial corrupto invitaba a café a todos sus compañeros, celebrando la vuelta del suplemento salarial, cuando alguien oyó decir: «?y como vuelva aquí, le mando a Canarias, que está más lejos». Moraleja: quien firma a ciegas puede acabar en las islas griegas.

Hasta la llegada de la informática, la burocracia era tierra de ritos que descansaban sobre dos pilares: el papel y la firma. Por no hablar de nuestra veneración funcionarial por los sellos, cuyo paraíso se encontraba en los documentos contables, algunos en papel autocalcante de diversos colores. Un firmante certifica que la operación tiene crédito presupuestario, otro que todo es legal, otro ordena que se pague. Así, se iban encadenando firmas sucesivas.

Recientemente, el Tribunal de Cuentas tuvo que enjuiciar (sentencia 5/2011) la responsabilidad contable de un alcalde, un concejal-tesorero y una interventora por el abono de las nóminas municipales, y entre ellas a un empleado que había sido cesado hace meses. El pago, considerado indebido, se debió a la negligencia de un tercero que no había dado de baja al perceptor en la plantilla.

El Tribunal declara la responsabilidad contable de «los claveros», de manera directa y solidaria, exigible a cualquiera de ellos porque firmaron la orden de pago, como consecuencia del error administrativo de otro, que favoreció el abono indebido. Eso sí, podrán ejercer posteriores acciones administrativas o jurisdiccionales contra quien propició el error, aunque eso no eximió la responsabilidad inmediata de aquellos, que firmaron en barbecho.

La sabiduría popular denomina firmar en barbecho a la habitual práctica del que rubrica un documento sin examinar su contenido. Vamos, como en la tierra «que se deja descansar» (barbecho), la autoridad deja reposar su cerebro. Parece una práctica tan frecuente entre los cargos públicos que algunos lo justifican afirmando: «Si mirásemos lo que firmamos no haríamos otra cosa».

Por eso, quien tanto firma en barbecho aprovecha las llamadas pendientes de teléfono para decirle a su secretaria «mientras hablo vete pasándome la firma». Todo un peligro. La auxiliar de un viejo rector consiguió aprobar el Derecho Mercantil colándole a su jefe una enérgica recomendación para el catedrático de la asignatura.

A los firmantes en barbecho se les distingue porque su garabato parece un palito, que sólo los más expertos calígrafos podrán autenticar. No conozco a ningún cargo que firme con nombre y apellido, aunque seguro que lo hay. Sin embargo, con demasiada frecuencia, leen en diagonal, en apenas un instante, mientras ponen al pie del folio algo parecido a una letra. No hay tiempo para más.

En unas ocasiones, se usa la firma preimpresa o estampillada en lugar de la autógrafa que es la única que asume el contenido del acto rubricado y la responsabilidad que conlleva. En otras, los funcionarios hemos inventado una fórmula: P. O. («por orden») o incluso P. A. («por ausencia») que permiten salir del paso cuando el jefe está de vacaciones. Todas ellas son un churro jurídico, sin soporte legal o reglamentario. La vieja práctica administrativa condujo a que, ante órdenes verbales, para defenderse, los empleados hicieran constar una diligencia «de orden de...». Es el valor de la costumbre, de la rutina, del «siempre se ha hecho así...» vital en la burocracia. Al igual que el lenguaje iniciático y simbólico ajeno a los desinformados. Escribir para esconder, no para comunicarse.

Hoy, en los tiempos de la moderna firma electrónica, debemos evocar aquellos solemnes ordenanzas del Ministerio, con bocamangas varias veces galonadas en dorado, con porte de almirante, cargados de portafirmas. Dos pasos por detrás del jefe de sección que se dirigía solemne y sin mirar atrás a despachar los expedientes con el ilustrísimo señor subsecretario, a fin de explicarle sobre qué versaba cada uno de ellos. En la antefirma de cada orden delegada, tras explicar enjundiosamente la decisión con resultandos y considerandos, los textos acababan con la bella fórmula: «No obstante, V. I. resolverá», anticipando que pudiera hacerlo en sentido contrario a como estuviera razonado. De igual manera que las instancias finalizaban sumisas del siguiente modo: «Lo cual suplico del recto proceder de V. I. cuya vida guarde Dios muchos años». Hasta que algún suplicante descuidado -o malicioso- omitió la expresión «proceder», con el consiguiente escatológico resultado para sus intereses, claro, ante tamaño desacato.