Probablemente fue Alfredo Landa, eterno acosador de escandinavas, el primero que en España descubrió las virtudes de Suecia como modelo del Estado de bienestar. Sólo un país en el que reinasen la felicidad, la buenaventura y la socialdemocracia parecía en condiciones de producir, efectivamente, señoras tan estupendas como aquellas a las que Landa perseguía sin el menor éxito en sus películas. El paraíso quedaba entonces en Suecia, subiendo y a mano izquierda.

No sólo se trataba de las suecas, naturalmente. Tanto o más que ese aliciente erótico de gran éxito en la España algo onanista de hace cuarenta años, Suecia ofrecía a los españoles y al mundo en general un ejemplo de Estado lindante con la perfección. Incluso antes de inventar Ikea, los suecos habían logrado aproximarse a la cuadratura del círculo con una sabia fórmula mixta que congregaba lo mejor del capitalismo y lo más aprovechable del socialismo.

El sistema favorecía el nacimiento de grandes empresas y a la vez la financiación de un Estado-niñera que cuidaba -y todavía cuida- de los ciudadanos con una espléndida asistencia capaz de cubrir sus necesidades desde la cuna hasta la jubilación.

Aún así, los escépticos que nunca faltan cuestionaron las bondades de ese paraíso alegando que Suecia padece una de las más altas tasas de suicidios del mundo. No hay tal. Simplemente, los suecos cuentan mucho mejor a sus muertos que, un suponer, los somalíes, y a pesar de ello no es cierto que lideren tan fúnebre estadística. Más bien corresponde a los países del este de Europa el dudoso mérito de encabezar la lista de suicidas en la que también Cuba, Japón y China le ganan la mano a Suecia.

En realidad son los propios suecos quienes a menudo cuestionan desde dentro la gloria en la que al parecer viven: o eso sugiere al menos el caso del ya fallecido Stieg Larsson. Como hizo notar Mario Vargas Llosa, la sociedad que retrata Larsson en su célebre trilogía «Millennium» es lo más parecido posible a una sucursal del infierno en la que los jueces prevarican, los políticos mienten, los empresarios estafan y las instituciones son nidos de corrupción. Ni que fuera España, vaya.

La idea de que las costumbres suecas pudieran no diferir tanto como se cree de las españolas está apoyada nada menos que por Assar Lindbeck, el gran teórico escandinavo del Estado del bienestar. Sostiene Lindbeck que los generosos subsidios llegaron a dar origen en Suecia a una picaresca casi comparable a la del país del Lazarillo de Tormes. Allá, como acá, la gente se tomaba bajas por enfermedad sin estar enfermo, a la vez que los altos -y largos- subsidios de paro ejercían el efecto perverso de disuadir a la gente de buscar trabajo.

A diferencia de España, eso sí, los suecos supieron aprovechar la crisis de los años noventa para corregir esa deriva hacia la molicie de su Estado de bienaventuranza. Resueltos a hacer de la necesidad, virtud, los gobernantes de Suecia introdujeron fórmulas propias del liberalismo en el histórico corsé de la socialdemocracia. El propósito apunta a devolver a los ciudadanos su libertad de elección mediante bonos -o cheques- con los que los contribuyentes pueden escoger la prestación de un servicio entre varios proveedores. A ese ensayo de competencia dentro de los negocios públicos se añadió una cierta desburocratización, de tal modo que la gestión del bienestar pasó en buena parte del Estado a la ciudadanía. El resultado, a todas luces feliz, ha convertido a Suecia en la economía más competitiva de Europa sin que ello supusiera merma en las elevadas prestaciones de su Estado de bienestar.

Fascinados por la capacidad de reinvención del país de Ikea, algunos economistas sugieren ahora la aplicación del nuevo -si bien viejo- modelo sueco a España. La idea no puede ser más atractiva. Sólo falta saber de dónde vamos a sacar el dinero para pagarla.