Hace tan sólo cuatro años que el término anglosajón subprime irrumpió en la actualidad. En aquel agosto de 2007 los medios de comunicación informaban de unas turbulencias financieras internacionales, cuyo origen parecía estar en unas extrañas hipotecas norteamericanas, que estaban siendo atemperadas mediante intervenciones coordinadas de los principales bancos centrales. Mientras el lejano rumor que llegaba del otro lado del atlántico apenas causaba inquietud, la economía española crecía a ritmos del 4% -tasa de crecimiento del segundo trimestre, sólo superada en la UE por Grecia, ironías de la vida-, el paro se situaba en el 8% y la inflación apenas superaba el 2%.

Todo estaba controlado. El mínimo atisbo de recesión se descartaba por completo, e incluso los más optimistas hablaban del pleno empleo. Las caídas en las bolsas europeas eran interpretadas como un simple problema de falta de confianza que rápidamente se superaría y el sólido crecimiento español no se vería afectado. Las previsiones oficiales apuntaban a un crecimiento del 3,8% para 2007 y del 3,3% para 2008.

Sin embargo, algo no iba bien en la economía española. No estábamos ante un mero asunto de eventual contagio por activos infectados norteamericanos ni de falta de confianza. Algo nuestro iba mal, algo demasiado grave y evidente como para pasar desapercibido. Las familias y las empresas alcanzaban niveles récord de endeudamiento, la renta disponible para el consumo disminuía, los precios de la vivienda alcanzaban cotas insostenibles, el déficit por cuenta corriente alcanzaba el 10% del PIB, el crédito acumulado en los balances de las entidades financieras era colosal?

¿Qué pasó? ¿No lo vimos o quizás no quisimos verlo? Lo cierto es que los datos estaban ahí y algunos sí que avistaron el peligro. Sin embargo, tantos años de vino y rosas no habían dejado hueco para avisos de agoreros. Intereses políticos, previsiones demasiado bellas como para permitir que la realidad las estropeara, una academia económica perdida e incapaz de leer la realidad -más obsesionada con sus modelos matemáticos que preocupada por aprender de la Historia-, unos organismos internacionales inoperantes, unos reguladores financieros que fallaron estrepitosamente? demasiados factores en contra como para reconocer la que se nos venía encima.

Aun con todo, lo peor no fue no anticipar el desastre que nos esperaba a la vuelta de la equina, pues al fin y al cabo ya habíamos superado el punto de no retorno. La actuación dolosa vino después. Tras negar muchas más de tres veces la crisis -retrasando así una reacción que era urgente desde el primer momento- y cuando la suave desaceleración se había transformado ya en una tormenta económica devastadora, los responsables de afrontar la tempestad buscaron la salida más fácil. No la más adecuada. En este viaje contaron con muchos amigos que aplaudieron -una detrás de otra- tantas medidas equivocadas. Buena parte de la academia económica, utilizando a un redivivo y malinterpretado Keynes como bandera, respaldó una política que combatía una crisis de deuda privada con más gasto y deuda pública, lo que constituía un camino directo hacia el abismo, como lamentablemente estamos comprobando. Las lecciones que fueron grabadas a fuego en la mente de los economistas de los años setenta se habían olvidado al cabo de poco más de 30 años, tras una narcotizante década final de excesos crediticios y monetarios.

Cuatro años así son demasiado densos como para ser analizados en un breve artículo. Sin embargo, merece la pena insistir en que, a pesar del duro camino recorrido, seguimos sin aprender muchas de las lecciones que, una vez más, una crisis financiera nos enseña y que no deberíamos olvidar para la próxima.

Por mucho que algunos insistan en decir lo contrario en medio de la enorme confusión reinante, no fueron los mercados, ni las subprime, ni la codicia, ni los especuladores, ni las agencias de calificación quienes engendraron la crisis, sino un sistema financiero mal regulado que -con la connivencia de los poderes políticos- provoca cíclicamente crecimientos desordenados del crédito, bajo el liderazgo de unos bancos centrales que aplicaron unas suicidas políticas monetarias, cuyas consecuencias están ahora japonizando la recesión. A pesar del logro de Basilea III, poco de esto hemos cambiado.

Quizás la más evidente de las enseñanzas es que una crisis de endeudamiento -que eso y no otra cosa es lo que estamos viviendo- no puede solucionarse con más crédito, más deuda, ni más gasto -ni público ni privado-, sino que es preciso sanear la situación financiera de todos los agentes y retornar a unos niveles de deuda agregada que permitan una recuperación de la demanda. Este doloroso tránsito implica necesariamente un período de restricción crediticia, empobrecimiento relativo y reordenación de factores de producción -capital y trabajo- que incremente la eficiencia y la competitividad de la oferta productiva y pueda dar paso a una nueva etapa de prosperidad.

Resulta, por otra parte, lamentable constatar que la Unión Monetaria Europea cuenta desde su nacimiento con profundos y conocidos fallos de construcción que ahora se han puesto de manifiesto en toda su extensión. La crisis propia de la eurozona confirma que cualquier posibilidad de futuro para la moneda única pasa por avanzar hacia una mayor unión fiscal y política, algo difícil de vislumbrar en estos momentos.

El último aspecto a destacar por su importancia y que no hemos terminado de asimilar es que el sistema de protección social que disfrutamos se encuentra en una encrucijada. Su supervivencia exige profundas reformas que pasan, entre otras cuestiones, por priorizar gastos, ganar en eficiencia y acometer cambios en la arquitectura del modelo territorial que lo sustenta. No tenemos mucho tiempo: podemos afrontar sin dilación y con valentía política este reto, apostando por su futuro o, por el contrario, podemos permitir que el acelerado proceso de deterioro que ya ha comenzado siga su curso, lo que conduciría a este sistema hacia su desaparición tal y como hoy lo conocemos.

A esta crisis todavía le resta un importante trecho por recorrer, y muy probablemente aún no nos haya mostrado todas sus amargas caras. Y sin embargo, nuestra capacidad para cometer errores permanece intacta. El futuro no está escrito, y dentro de otros cuatro años podremos juzgar de nuevo si hemos sido capaces de aplicar las lecciones aprendidas o finalmente hemos escrito otros desgraciados cuatro años para la Historia.