La bibliotecaria María Moliner hizo en los ratos libres que le dejaba su puesto de funcionara el Diccionario de la Lengua Española que compitió en rigor y exhaustividad con el del la RAE. Nunca hemos de subestimar esas horas liberadas de cargas: pueden parecer calderilla, pero, invertido en lo que a una le satisface, tiene un impacto benéfico sobre el resto de nuestra vida e incluso sobre nuestro entorno.

Ser alcaldesa es más que un trabajo, es un compromiso que traspasa muchos ámbitos de la vida. No tiene jornada laboral definida, reduce a la mínima expresión siestas, fiestas y vacaciones, pero incluso en esos pequeños descansos, exige estar de guardia y con la mente fresca. En suma, el tiempo libre viene a ser horas sueltas difíciles de prever sobre la agenda.

Si me dieran a escoger, yo preferiría que mis representantes en las instituciones dedicaran esos tiempos vitales a asuntos constructivos. Me resulta más gratificante imaginarlos, por poner un ejemplo, empacando ayuda humanitaria con destino a Somalia que apoltronados en un sofá, hipnotizados con «Sálvame de luxe». En cualquier caso, mi único deseo es que el empacar o el voyeurismo de lo cutre o lo que se les tercie los renueve por dentro y por fuera y puedan regresar en forma al servicio de los administrados.

Como ciudadana, a mí no me molesta en absoluto que Carmen Moriyón opere en su exiguo tiempo libre. Interpreto que es gratificante para ella personal y profesionalmente, y es evidente que ayuda a personas que están pasando un mal trago. Dicho esto, cuestiono varios aspectos de su decisión. El primero es no haber informado previamente de ella. La ética exige estética, y a quien desprecia la segunda no suele reconocérsele la primera. En este caso, parece como si nuestra protagonista, intuyendo que el asunto era opinable, tratase de colarlo de rondón. Deja un tufillo de culpabilidad. Fue un error.

Que sus honorarios se destinen a una entidad benéfica, hecho con el que se elude incurrir en incompatibilidad, no evita que el hospital en el que opera desarrolle una actividad mercantil con su trabajo, de hecho, parece ser que ella figura en el plantel profesional del centro, que es privado, es decir, cobra a sus clientes, sean particulares o aseguradoras. Quizás a muchos les parezca un exceso de celo, pero yo preferiría que esas intervenciones esporádicas se realizasen en un centro público.

Por otro lado, en defensa de nuestra alcaldesa han salido ella misma y su portavoz municipal, Rafael Felgueroso, y algunos de sus argumentos me han chirriado un poco. Menciono sólo uno, esgrimido por la regidora, que considera «escandaloso que de una Corporación salgan políticos que se van directamente a las listas del paro». No acabo de ver en qué escandalizan los profesionales que, por la razón que sea, están momentáneamente fuera del mercado de trabajo y se apoyan en los recursos de los que hoy disponemos para volver a la vida laboral. Me inquieta, por poco sensible, esa observación.

La impresión de conjunto que me queda con este episodio es la de que ocurre en un momento en el que la opinión pública no tolera irregularidades, reales o aparentes, éticas o sólo estéticas, en las que puedan incurrir los gestores de lo público. Estamos pagando todos muy caro todavía no sabemos muy bien el qué, y el fondo común está agotado. Ya no pasamos una.

De las cargas y las salvas con pólvora anónima hay ejemplos por doquier. Incomprensiblemente, se ha tardado lustros en normativizar el uso preferente de genéricos en la sanidad pública, pudiendo ahorrar buenos dineros. Incomprensiblemente, se ha hecho la vista gorda a alegres dispendios en la Cámara de Comercio de Gijón, hoy abocada a un ERE salvaje. Incomprensiblemente, se ha dejado que las televisiones públicas se conviertan en mastodontes asfixiados. Parecen otros lópeces, pero suman junto a otros muchos para llegar al mismo hastío. Y ya no va más. Hoy, más que nunca, es la hora de la transparencia.