En tiempos de crisis económica es natural que los gobernantes examinen la viabilidad de las entidades creadas o participadas con fondos públicos, nacidas bajo pronósticos de una bonanza económica que desgraciadamente se ha esfumado.

En España hay infinidad de entidades pertenecientes tanto al sector público (fundaciones, consorcios y entes varios) como al sector privado (con alma pública si la financiación o sostenimiento procede indirecta pero decisivamente de las administraciones públicas). El problema no radica en los establecimientos de apadrinamiento público que fueron dotados de autonomía de gestión para sortear la burocracia y que han acreditado una rentabilidad social y/o económica indiscutible además de ofrecer sus cuentas a pecho descubierto. El caso de la Fundación Príncipe de Asturias sería el buque insignia de organismos ejemplares.

El problema radica en los denominados coloquialmente «chiringuitos», esto es, aquellas entidades nacidas bajo la sombra del poder público que en nombre del servicio a la sociedad responden realmente a apetencias e intereses puramente clientelares, corporativos o de avispados aprovechados de la estulticia del político de turno. Y junto a ellos, organismos cuyos promotores no sabían el cuento de la lechera. Toda una flota de «buques fantasma», inquietantes, a la deriva y sin futuro.

La historia se ha repetido mil veces. El nombre es lo menos, siempre que sea políticamente correcto y prometedor de Xanadú, del estilo de Fundación de la Sardana, Centro de Interpretación del Cuerno del Unicornio, Universidad Litoral, Palacio de la Ecología, Observatorio de Cromosomas Sociales, etcétera. Tras estas solemnes bambalinas encontramos a la Administración pública que los financia, los abandona a su suerte y que renuncia a controlarlos seriamente, liberándolos de tribunales o sindicaturas de cuentas.

Desvelemos la receta. Tomemos un gobernante con mando en plaza con perfil de político inexperto o débil ante las presiones de su propio partido o correligionarios, y enfrentémoslo a un pueblo comensal que está hambriento de soluciones. Los ingredientes básicos son conocidos, siendo imprescindible una idea genial (vale una ocurrencia disfrazada), que habitualmente será proporcionada por un grupo de presión o intereses, o sencillamente acogida con precipitación en el programa electoral como señuelo, cuando no plagiada de otro lugar o país.

Además, las enseñanzas de Maquiavelo recomiendan que deberá ofrecerse el invento fuera del menú del día, y anunciarse en la carta de exquisitos platos cuya ingesta provocará el efecto llamada a miles de comensales, sembrando el espejismo de que los donantes privados y empresarios harán cola para participar con la chequera abierta en el invento. Cocínese a fuego lento con la sal mediática, Memorias primorosas, estudios de mercado a cargo de consultoras mercenarias, ruedas de prensa de celofán y bendiciones del gurú de turno (debidamente agasajado con dinero público). Todo bien sazonado de palabras huecas (sinergias, dinamizar, empleabilidad, centro de referencia, desafío, motor de innovación, etcétera). Revolver y listo para servirse.

Hasta la inauguración todo irá estupendamente. Al fin y al cabo, se trata de vender sueños y las moles arquitectónicas públicas, como las pirámides de Egipto, siempre resultan cautivadoras. El problema es la digestión posterior. Cuando el tiempo, la realidad o la crisis económica convierten el sueño en pesadilla, con dificultades para subsistir, brotan dos tendencias de signo contrario. La de quienes viven a costa del chiringuito, junto a quienes lo apadrinaron fervientemente en su día y se hicieron la foto de la inauguración, todos los cuales se enrocan en defender la subsistencia con el mismo afán que un indio defendería su elefante blanco como animal doméstico en Manhattan. Y frente a ellos, la de quienes tienen la responsabilidad de mantener el combustible financiero del invento, que ven que los dineros públicos se van por el sumidero sin retorno alguno.

Si el organismo en crisis tenía delirios de convertirse en el Faro de Alejandría de la cultura y se ha convertido en el parto de los montes, no se puede caer en la trampa de que la promoción de la cultura justifica que el fogonero público siga alimentando ciegamente sus calderas. La cultura es insaciable, pero cuando se trata de experimentos y apuestas en tiempos de austeridad, el pragmatismo se impone.

Un padre acomodado puede permitirse los caprichos o apetencias de sus hijos, pero cuando está en paro y ha liquidado los bienes, tendrá que elegir entre asegurar el alimento y vestido de todos sus hijos o seguir financiando las aventuras de uno de ellos bajo el pretexto de su vocación de llegar a ser Almodóvar, aunque los demás pasen hambre y privaciones. La elección de aquél que en derecho romano se llamaba «un buen padre de familia» está clara. Y no digamos si el hijo pródigo no puede ofrecer un balance positivo ni rendir cuentas creíbles a su padre.

Sería deseable que en España se elaborase un mapa de «cascarones públicos vacíos», de edificios costosos y solemnes sin actividad real. Una valoración independiente y al margen de ideologías, prejuicios y localismos. Y ante las infecciones detectadas, si muestran un panorama financieramente gangrenado, no cabe seguir adelante confiando en las propias fuerzas del paciente. Solo cabe amputar.