La guerra abierta en torno al control del Centro Niemeyer, que sitúa a un lado de la trinchera a la Consejería de Cultura del Principado de Asturias y en el otro a la Fundación responsable de la gestión de dicho equipamiento, respaldada por el Ayuntamiento de Avilés, ofrece una buena posibilidad para reflexionar en torno al papel a jugar por «lo cultural» en el actual contexto de contracción económica y reajuste de las prioridades de gasto público. De hecho, los sucesivos episodios de contienda política que se han sucedido a lo largo del verano en relación con el grado de compromiso público a mantener en el futuro con respecto a diferentes programaciones y espacios culturales deben ser interpretados a partir de una explicación más compleja que la simple alteración de los equilibrios políticos dentro de la región.

Los problemas de sostenibilidad de la cultura no son, en absoluto, una particularidad de Asturias. Al contrario, estos han comenzado a afectar con intensidad a los gobiernos locales y autonómicos que, en la última década y al amparo de los ingresos del ladrillo, se lanzaron con febril voracidad competitiva a la construcción de edificios singulares, a la adquisición de dotaciones museísticas y al lanzamiento de programaciones culturales de gran ambición. La burbuja inmobiliaria generó una burbuja cultural que adoleció de racionalidad y mesura y provocó solapamientos de oferta que ahora son observables y que, probablemente, podrían haberse evitado con un mayor esfuerzo de coordinación entre administraciones.

El pinchazo de la burbuja cultural en España nos sitúa ante la necesidad de repensar el encaje de la inversión pública en cultura con respecto a las provisiones centrales de bienestar, especialmente, la educación. Pero también, y quizá de forma más punzante, nos invita a reconsiderar la relación existente entre los poderes públicos y la sociedad civil en el diseño y financiación del esfuerzo cultural.

En torno a esta cuestión, resultan actuales y particularmente interesantes las reflexiones que Jorge Semprún efectúa en torno a la relación entre el Estado y la cultura, al eviscerar las entrañas del Gobierno socialista del que formó parte, precisamente como responsable de la cartera de Cultura. Al examinar la herencia del Ministerio que recibe, Semprún se pregunta por las dimensiones que debe alcanzar la actuación cultural desde el ámbito público (incluso, si ésta resulta pertinente) y evalúa la proximidad del modelo español a las dos principales tradiciones democráticas de gestión de la cultura: la anglosajona y la francesa.

Ambas ofrecen respuestas diferenciadas de producción y provisión de bienes culturales para los ciudadanos, a partir de un reparto diferenciado de responsabilidades entre los poderes públicos y la sociedad civil. Si en la primera el papel del Estado como proveedor de cultura es mínimo, descansando esta función en una dinámica red privada de industrias culturales sustentada por asociaciones, empresas y particulares (es decir, por la sociedad civil), en la segunda es el Estado quien asume estas responsabilidades, concibiendo la promoción pública de la cultura como un complemento del sistema de educación, dentro del proyecto de formación de ciudadanos.

Obviamente, el modelo de gestión cultural español se ha aproximado más a la tradición francesa, pero con un importante matiz. Y es que si bien en ambos casos se confiere a la cultura un carácter instrumental similar, y por ello el esfuerzo inversor recae fundamentalmente en el Estado, la respuesta de la sociedad civil es bien diferente. En la tradición francesa los ciudadanos participan activamente en la definición de los contenidos culturales y el debate público representa una exigencia constante sobre las decisiones de la administración en este ámbito.

A partir de aquí, es posible componer algunos pensamientos. La provisión de cultura por parte del Estado debe construirse a partir de (y priorizando) la inversión en educación, puesto que esta es la verdadera base para la creación de ciudadanos responsables, demandantes y usuarios activos de bienes culturales y, sobre todo, conscientes de sus costes. Cualquier otra opción que ignore la jerarquía interna del binomio educación-cultura corre el riesgo de favorecer la aparición de prácticas con un cierto aroma a despotismo ilustrado, como las que han caracterizado a la España de la burbuja cultural, con una oferta diseñada desde arriba y desconectada de las demandas de un amplio conjunto de la sociedad.

Si en el futuro con bajo nivel de disponibilidad económica que nos espera no se logran corregir estos desequilibrios, quedará, por supuesto, una segunda opción abierta, arriesgada, fuertemente polémica, pero igualmente lícita. En ella, deberá ser la sociedad civil quien satisfaga por sí misma sus necesidades de cultura, sean estas cuales sean, asumiendo cada vez mayores responsabilidades de programación y también de financiación de la actividad cultural.