Me pilló muy lejos de Gijón el rifirrafe sobre el vallado que mandó colocar el rector de la Universidad para «sitiar» el recinto donde se iba a ubicar la «Semana negra», pero esa lejanía me proporcionó también una mejor perspectiva. Esa valla fue un gran error. Un error de esos que para evitar un mal provocan otro mayor. Por lo visto, el coste de ese malhadado cierre equivale al sueldo de tres profesores a tiempo completo. Y no están los tiempos para desperdiciar profesores.

La valla fue un despropósito que enturbió, aún más, la ya enturbiada y permanente polémica sobre la «Semana negra». Esos yerros se subsanan, aunque no remedien el mal, pidiendo disculpas, porque todos nos podemos equivocar con la mejor intención. Pero la dignidad de retractarse -que jamás es humillarse, pues es tener el valor de reconocer con humildad un desacierto- se usa poco en nuestra sociedad en la que predomina la soberbia de cometer un error y empecinarse en no reconocerlo ni enmendarlo.

Y dejando esto bien sentado, para que no queden dudas, quiero reflexionar, no sobre una valla, sino sobre la Gran Muralla que la «Semana negra» alza contra aquellos que pretendan poner en cuestión sus propuestas, su economía o su organización. ¡Ay de quien se atreva a discutir cualquiera de sus postulados «festivos y culturales»! Lo primero que recibirá será el aceite hirviendo de los improperios que le arrojarán desde las alturas de la fortaleza. La menor de las lindezas será calificarlo de «poco serio e intelectualmente pobre». Lo vapulearán ante los altavoces de los medios, siempre dispuestos a recoger sus insultos. Ésa es su mejor arma defensiva.

En una ocasión le pregunté a un niño de 9 años qué era insultar; dio una definición digna de ser incorporada al Diccionario de la Real Academia: «Insultar es pegar con palabras». Ese pegar con palabras es la respuesta que da la «Semana negra» a sus críticos. Es su manera también de amedrentar a sus oponentes. Dirán que insultar es moneda de cambio social difundida por la televisión basura y aplicada, sobre todo, por los partidos políticos. Cierto. Pero algunos llegamos a creer, con total ingenuidad, que este evento, desde el que se vocean conceptos diferentes, trataría de fomentar otro tipo de comportamientos.

Me arriesgo a alzar la voz frente a esa muralla muy consciente del riesgo que corro, pero muy consciente también de que en una democracia, aunque sea deficiente, no se puede permitir que haya nadie que pretenda cerrarte la boca, que «silencio avise o amenace miedo», esté situado a la izquierda, a la derecha, de frente o de perfil.

Asombra que la parte más fortificada y más alta de ese recinto amurallado sea la referida a su propiedad. Esto no se menciona nunca de manera diáfana. Pero los gijoneses se van dando cuenta, sorprendidos, de que la «Semana negra» es propiedad privada de su director, Paco Ignacio Taibo II. Es su feudo. Puede hacer con ella lo que le venga en gana, ya que es suya. Si le apetece, puede trasladarla a la ciudad que mejor oferta le proponga, clausurarla o quemarla.

Un evento que se pagó con el dinero de todos los gijoneses desde el principio, que hasta las últimas elecciones gozó del total apoyo del gobierno municipal y del regional, que lo subvencionaron y le proporcionaron gratis el espacio para su ubicación, la limpieza, la Policía, los Bomberos y otros muchos servicios ¡es propiedad privada!

Resulta desconcertante, aunque a la vez aporta un buen argumento para una novela de género policiaco: un individuo consigue hacerse con la propiedad de algo que en realidad pertenece a toda la ciudad. Las pesquisas del policía que investiga el caso lo llevan a determinar cómo una argucia legal esconde una oscura incautación real.

Un lúcido hijo de la Revolución francesa, Nicolas de Chamfort, nos explica la clave de esta sustracción en uno de sus aforismos: «Es más fácil legalizar ciertas cosas que legitimarlas». Podrá este festejo ser propiedad de su director, pero ésta no será jamás legítima. El único propietario es el pueblo de Gijón. Con su dinero se pagó, con su apoyo se consolidó.

Como ya relaté en mi artículo «La génesis de la "Semana negra"», (puede leerse en http://www.abrilpaco.blogspot.com), ésta se preparó durante un año, y de manera completa, antes de que Taibo II llegara a Gijón procedente de México. Él se topó aquí, como reconoció en diversas ocasiones, con mucho más de lo que esperaba. Había venido un año antes con la idea de buscar un lugar para celebrar el cuarto encuentro de escritores policiacos, y se encontró con la oferta del alcalde de Gijón de que esta ciudad fuera su sede permanente, comprometiéndose a destinar una importante partida del presupuesto municipal a su realización. Pero no se tenía nada claro cómo darle forma, cómo arropar ese encuentro de escritores de intriga, crímenes y misterio. En un principio se pensó convertir el Festival de Cine en un certamen de género negro y a su alrededor realizar el encuentro de escritores, pero la idea no consiguió cuajar.

Había, pues, una intención: realizar un encuentro de escritores de novela policiaca; había un lugar: el puerto de El Musel, a propuesta de Juan Cueto y Chus Quirós. Pero no había nada más. Cuatro personas fuimos designadas para llenar esa nada que se nos antojaba imposible de llenar. Una de ellas era el actual director, que se encontraba en México y que no llegó hasta que todo, insisto, todo estuvo preparado, organizado y hasta presentado en Madrid. Ese cuarteto de tres fue el que construyó la primera «Semana negra», germen de todas las demás.

A los que la realizamos, en ningún momento se nos explicó lo que teníamos que hacer, no se nos señalaron directrices para diseñar las actividades ni para convertir El Musel en un espacio de película policiaca, ni tampoco se nos cuestionaron nuestras propuestas. Se nos dejó amplia libertad. Fue sobre ese comité de tres sobre el que recayó el marrón de su puesta en escena, como expliqué en el artículo citado.

El periódico «A Quemarropa», por poner un ejemplo, fue una propuesta -incluido su nombre- que yo hice una mañana a mis compañeros, y, aunque costó mucho que lo aceptaran, resultó una más de las sorpresas con las que se encontró Paco Ignacio Taibo II al llegar de México. Por eso, cada vez que le oigo afirmar que fue él quien ideó, levantó y armó este festival literario, siempre me vienen a la memoria aquellos versos de Brecht:

¿Quién construyó Tebas, / la de las Siete Puertas? / En los libros figuran / sólo los nombres de reyes. / ¿Acaso arrastraron ellos / los bloques de piedra?

(?)

El joven Alejandro conquistó la India. / ¿El sólo?

(?)

César venció a los galos. / ¿No llevaba siquiera a un cocinero?

En resumen, Taibo II se encontró con el regalo de una semana de diez días nueva, a estrenar, amueblada, con las actividades programadas, meticulosamente organizada y con todos los gastos pagados por el municipio, incluidos sus viajes desde México. Aunque, eso sí, tuvo que esperar a la segunda para alzarse con el poder absoluto. En la primera sólo era uno más de los cuatro del comité ejecutivo; en la segunda, el director único por autodesignación, aunque con el beneplácito del alcalde.

En el mismo paquete de regalo, venía una oposición dura, durísima. Y aquí es donde la «Semana Negra», esto es, Taibo II, alza otra muralla, la muralla mítica, cuando afirma que fue «una crítica roñosa y rancia» la que atacó sin piedad al recién nacido evento y que por eso organizó la segunda y las siguientes. Dos falsedades en una. La primera, porque desde el primer momento ese festivo encuentro de escritores nació con pretensión de continuidad. ¿Se hubiera llamado primera si no hubiera pensada una segunda? ¿Se hubiera realizado tanto esfuerzo para un solo año?

Segunda falsedad: la más agria y exacerbada crítica contra el festival no vino de la derecha más rancia, como a él le gusta subrayar: provino de grupos de izquierda que lo acosaron sin tregua. El «tren negro», con cerca de doscientos escritores y periodistas, fue recibido con abucheos, soflamas y pasquines coreados por quienes se arrogaban ser los únicos portavoces de la izquierda. Eso nunca se les ha contado a los invitados a este encuentro.

Otra muralla intocable, la más sagrada, la que se venera como si fuese el Santo Grial, es la de la cultura. Es lo más indiscutible de este acontecimiento. En lo más alto de sus torres ondea su bandera, la bandera de la Cultura, con mayúsculas. Si alguien pone en cuestión las bondades que tan gran concepto depara es como si cuestionara la gracia santificante, y corre el serio peligro de ser quemado en las hogueras inquisitoriales del descrédito, la humillación y la vejación. El solo vocablo cultura parece justificarlo todo. Y cultura, claro está, no es para ellos lo que explicaba el antropólogo E.B. Taylor en su clásica definición: «Ese todo complejo que incluye conocimientos, creencias, artes, morales, leyes, costumbres, y cualquier otra capacidad o hábito adquirido por el hombre en tanto que miembro de una sociedad determinada». No, cultura es lo que producen en su recinto, lo que ellos destilan en sus alambiques. Los popes de esta nueva creencia nos instruyen sobre lo que debemos oír, ver, leer o pensar. Lo que no está permitido es discurrir fuera de los límites que ellos establecen.

Pero pensar es esa cosa rara que incita a reflexionar sobre lo divino y sobre lo humano sin aceptar direcciones prohibidas, dogmatismos o cánones impuestos, porque si la cultura se usara como «una suerte de Policía moral de las conciencias», como argumenta el filósofo Jorge Larrosa, estaríamos enfrentándonos a la «más gigantesca institución de domesticación de las obras artísticas que existe». Y los efectos de esa Policía moral son igual de nocivos vengan impuestos desde la derecha, desde el centro o desde la izquierda.

Por lo tanto, si queremos discutir sobre lo sagrado, también queremos debatirlo sin restricciones. A lo mejor, quién sabe, llegamos a la conclusión de que no hay que tender hacia los agotados modelos de «propuestas de cultura» que suelen venir de las alturas y nos convierten, cada vez más, en espectadores pasivos. A lo mejor, quién sabe, decidimos cuestionar la ampulosidad de lo cultural y explorar «propuestas de indagación», siempre más participativas y horizontales.

Pero antes de someter estos asuntos a discusión, habría que decidir qué se hace con la «Semana negra», y no qué hace Taibo II con ella. A mi entender solo hay una solución antes de buscarle acomodo en un lugar u otro. La solución es su municipalización. Tal pretensión puede sonar fuerte y extremada, pero, vuelvo a insistir, que este evento es de todos los ciudadanos y ciudadanas de Gijón. Ellos, no el nuevo gobierno municipal, son sus legítimos dueños, ellos son los únicos que pueden decidir qué se hace con esta romería negra, ellos son los que tienen la última palabra.

Y el Partido Socialista que promovió este festejo literario, no el nuevo gobierno municipal, tendría que pedirle a Taibo II generosidad y respeto para que devuelva a la ciudad lo que es de ella. Y el nuevo gobierno municipal debe recordar un elemental principio democrático, no por cacareado más aplicado: que desde que accedió al poder gobierna para todos los ciudadanos, no en contra de ellos. Y que uno de sus principales cometidos no es añadir más problemas a los problemas, sino solucionarlos.

Esta reflexión la hago sin que ningún grupo político me guarde las espaldas. Aunque me convierta aún en más vulnerable, informo de que detrás de este artículo sólo estoy yo.