Una especie de tic profesional me lleva a leer la ley de Economía Sostenible que las Cortes han aprobado recientemente. Con ella se pretende enderezar nuestra maltrecha situación y, si el asunto va de necedad lingüística, entonces estamos salvados. Porque pasma la fecundidad de sus redactores a la hora de renovar el Diccionario y lo malo es que los señores de la Docta Casa se apresuran a acoger esta mercancía averiada con una diligencia censurable. Desde mi ignorancia, me atrevería a proponer a estos sabios la creación de un pudridero donde dejaran descansar los palabros que ponen en circulación los gacetilleros de los deportes y los tecnócratas a la violeta de los ministerios para que allí tomaran el polvo de los años y el rapé de la sindéresis. Veintitantos están los cuerpos de nuestros monarcas sometidos a la acción despiadada del tiempo antes de pasar con todos los honores al ilustre panteón, ya convenientemente achicados y adecuadamente emperifollados para comparecer, en medio de velones moribundos, al espectáculo de la eternidad.

Pues así debía hacerse con esas palabras que colocan en el mercado de los decires quienes no leen jamás. Una verbigracia: me sueltas lo de la «trazabilidad», pues ahí que te llevo al pudridero y a ver si resistes el paso de los años y el fluir de las estaciones. Si sobrevives, al Diccionario; si fuiste moda pasajera y estúpida de iletrados que no han leído a fray Luis de León, al centro de tratamiento de residuos. Claro es que también tienen que estar previstas reacciones más contundentes. Recurro a otra verbigracia: si alguien nos dice que, en los próximos comicios, va a elegir la «gobernanza» de España, directamente se le acomete para dañarle el hígado empleando la mayor violencia disponible y luego que venga el juez de instrucción. Pero el honor ha quedado salvado.

Vuelvo a la ley de Economía Sostenible, título que es ya una cursilada entre las cursiladas sublimes. Hay en ella un capítulo dedicado a la Universidad, mejor dicho, al «sistema universitario»: un monumento a la imbecilidad creativa, a una imbecilidad refinada, alquitarada, puro merengue corrompido. Desde los escritos de Humboldt y, entre nosotros, de Ortega, teníamos todos más o menos claro qué era la Universidad. Pues no es así, estamos ante innovaciones trascendentales: ahora sirve para promover la competitividad, la mejora en la eficiencia, facilitar la gobernanza, la implementación de buenas prácticas, atraer capital privado, incorporar habilidades y destrezas, fomentar el emprendimiento (sic), promover la agregación de instituciones, crear un entorno de innovación...

He copiado directamente y, mientras lo hacía, oía una voz en mis entretelas que me pedía que parara, que no hiciera más sangre del desatino ajeno, que tuviera piedad. Sólo ha faltado que se añadiera que también servía para facilitar la digestión y ayudar a disolverse los cálculos biliares...

El lector habrá advertido que no he puesto comillas. En efecto, las he omitido porque tengo un grandísimo respeto a las comillas y no quiero violentarlas haciéndolas comparecer entre palabras necias y prestarles así una dignidad de la que carecen.

Las comillas merecen deferencia como las hijas que son de las comas. La coma no debía estar sola y el ortógrafo -siempre liberal y comprensivo- le dio como compañero al punto. Y, ya juntos, engendraron las comillas, que son esas chicas responsables que se organizan la vida por su cuenta. Ellas decidieron, libremente, acompañar a las palabras. Una función aparentemente subalterna pero que tiene la dignidad del cosmético que fija y realza.

Claro que deben administrarse con mesura, nunca para enmarcar desechos lingüísticos como los citados procedentes de la ley de Economía Sostenible. ¿O será indigerible?