¿Trabaja usted con alguien que nunca aspira a un ascenso y que parece sospechosamente contento con su suerte mientras disfruta un nivel de vida muy por encima de sus posibilidades? Sí, esos personajes con tendencia a considerarse imprescindibles, a hacer trampas para salir del paso, que acaparan información y despachan siempre a solas con los proveedores.

Hablamos de ese empleado arrogante y poco innovador, que se rodea de incondicionales -pero nunca delega- y rara vez toma las vacaciones fuera de los turnos habituales, no vaya a ser que, en su ausencia, alguien asome las narices donde no debe? Es el retrato-robot de un defraudador, protagonista de los rumores que le señalan entre los sospechosos habituales de todas las organizaciones.

El estudio de KPMG titulado «¿Quién es el defraudador típico?» (Who is the typical fraudster?) contiene un análisis de 348 casos investigados recientemente en 69 países y presenta las principales características del comportamiento de los defraudadores. Entonces, si está tan claro ¿por qué es tan difícil desenmascararlos?

Todos conocemos individuos con estas conductas y no podemos juzgarlos de forma tan severa. Sin embargo, cuando están destinados en el área de compras o tesorería, la jerarquía de turno no tiene otro remedio que extremar las cautelas para su supervisión.

¿Cómo pueden advertir los jefes esos indicios? Parapetados en sus despachos, los gerentes no son conscientes de que estos «imprescindibles» -que nunca quieren enseñar a otros- consiguen burlar los controles. Entonces ¿es legítimo fomentar la delación con el riesgo de incitar a la calumnia o a la venganza? Difícilmente puede removerse a nadie en base a meras conjeturas. Además, los defraudadores suelen ser eficientes, serviciales y gozar de cierto crédito en la organización. Por eso, ningún directivo recién llegado se atreverá a tensionar las estructuras proponiendo un «alejamiento preventivo» por elevación a puestos no financieros de quien vive con esa opulencia insultante.

Los compañeros -que perciben todo esto- especularán sobre la tolerancia de la alta dirección con estos comportamientos y, en consecuencia, todos contribuyen a debilitar el tono ético de la entidad. Incluso cuando un fraude es descubierto, muchas empresas privadas -la banca sobre todo- prefieren ocultarlo pues el coste reputacional (¡palabro!) es muy elevado y optan por el despido silencioso más o menos pactado, como corrobora el estudio de KPMG.

Hace unos meses asistimos al intenso debate, originado en EE UU, para regular la denuncia incentivada sobre los fraudes corporativos. Se estudiaba remunerar al delator que descubre un fraude, con el riesgo de generar una casta profesional de caza-recompensas antifraude. Ojo, en esa misma norma se querían atacar las estafas internas y los fraudes al consumidor, fomentando que los empleados traicionasen a sus compañías a cambio de un porcentaje de la multa. Todo muy americano, con múltiples lobbies por medio.

Llegados a este punto, debemos hacer referencia a un debate tradicional del sector público español: la denuncia anónima. En Latinoamérica, no sólo está permitida sino que es animada por las autoridades. Paseando por la calle es habitual ver carteles en los edificios públicos -o en los autobuses urbanos- divulgando el teléfono gratuito donde comunicar cualquier sospecha de corrupción.

En España, el Tribunal de Cuentas no admite denuncias anónimas. La Agencia Tributaria (AEAT) mantienen en su portal institucional una ventanilla de «denuncia tributaria» que exige identificación. No es anónima sino reservada. De la misma manera, la web policía.es incluye una pestaña de la oficina virtual de denuncias para determinados delitos, que deben ser ratificadas y firmadas en la Comisaría de nuestra elección, dentro de las próximas 48 horas. Es muy útil para los robos de vehículos -donde la inmediatez es importante- y está recomendada para las estafas.

Por lo tanto, en España no se admiten denuncias anónimas, salvo para sancionar -¡alta política!- a los bares de fumadores. En principio, nada impide que «un soplo» dé a conocer una información relevante y excite el celo de un funcionario, en una determinada línea de investigación o fiscalización. Aunque también podría no hacerlo. En el conocido «caso Palau» -el gran desfalco, en Barcelona- consta en el sumario que Hacienda ignoró, en 2002, una denuncia anónima que advertía del saqueo de la institución catalana y de la doble contabilidad que llevaba el principal inculpado. No se investigó su contenido por «su carácter anónimo, su falta de justificación, así como su escasa trascendencia fiscal, recordaba el entonces delegado de la AEAT en Cataluña.

Por fortuna, el auditor -interno y externo- tiene herramientas para detectar estos abusos, aunque ello no sea el objeto directo de su trabajo. Una de ellas es la ley de Benford, que lleva el nombre de una humilde físico que, durante los años 30, detectó que sus tablas de logaritmos estaban mucho más gastadas en los números bajos que en los altos. Logró demostrar empíricamente que, en los números que existen en la vida real, el dígito 1 ocurre con mucha más frecuencia que el resto. En los datos contables, por ejemplo, la distribución de los primeros dígitos de los números naturales es más probable. La aplicación de esta ley en la detección de fraudes -facturas, recaudación, etc.- permite encontrar aquellas distribuciones de datos económicos que pudiesen estar manipuladas.

Pues bien, en nuestra querida Unión Europea, donde hay tanta presión para cumplir con los criterios de estabilidad presupuestaria, los gobiernos pueden caer en la tentación de presentar una mejor situación económica de su deuda y déficit. Varios trabajos académicos, que circulan por la red, utilizaron la prueba de Benford para investigar la calidad de los datos macroeconómicos notificados a Eurostat por los estados miembros. Destaparon que los datos aportados por Grecia mostraban la mayor desviación de la ley de Benford entre todos los países de la zona euro.