El siglo XXI nos trajo un nuevo concepto de liderazgo para las organizaciones. El directivo que no resuelve problemas sino que los crea a sus empleados. Hacer los productos o servicios más rápido, más fácil, más barato, más pequeño... Tratan de llevar a las organizaciones permanentemente al límite. El sector público, que muchos quieren ver como un tranquilo monasterio rodeado de altos y opacos muros, debe aprender mucho de estos conceptos, la gestión del cambio y su orientación al cliente/ciudadano.

Por eso, la muerte de Steve Jobs es la pérdida de un referente. Mientras escribo esto -en mi Apple, claro- recuerdo cuando, siendo yo gerente de la Universidad de Salamanca, un joven y algo descarado becario -hoy reputado profesional y buen amigo- me dijo: «Si en su puesto aún no tiene un Mac es que no sabe nada de esto y sus asesores tampoco».

¿Los productos de Steve Jobs son más caros que la competencia? No lo creo. Es el resto del mercado -todo el sector- quien ofrece un producto devaluado, a remolque de la compañía de la manzana. Se me olvidó advertirles -ya lo habrán notado- que «los maqueros» -usuarios de Apple- somos bastante entusiastas. Una energía que precisamos cuando, por ejemplo, participamos en alguna conferencia, nos toca hacer nuestra presentación y no nos importa perder esos dos minutos eternos cambiando las clavijas del proyector para adaptarlas al Mac, cuyo sistema -Keynotes- nos parece extraordinario.

Por eso sentimos la pérdida del fundador de Apple con agradecimiento y admiración ante una forma de concebir el mundo económico. Cuando veo a la hija de aquel becario salmantino que, con sólo 2 años, desliza sus deditos sobre la pantalla táctil de la tableta i-Pad, para desearles, en videoconferencia, las buenas noches a sus abuelos porque se va a la cama, me doy cuenta de que Steve Jobs hizo fácil lo difícil y anticipó varias décadas el mercado tecnológico. Y también su muerte.