En este año, que aún no finiquita, se celebraban el centenario del nacimiento de Álvaro Cunqueiro y el medio siglo de la muerte del novelista francés Céline. Nada que ver el uno con el otro, salvo quizá que no les concedieron el Nobel, que ambos se merecían. Del autor de «Viaje al fin de la noche» lo decía polémica y provocadoramente el crítico Roger Nimier; del genio mindoniense también encontré parecida opinión sobre el máximo galardón de la literatura universal de García Márquez, expresada en Barcelona por doquier, como capté y escribo en mi libro «Con vistas al Naranco».

La conmemoración celiniana no es pacífica, los aspectos más perversos de su personalidad antisemita, un tanto demoniaca, se han impuesto en Francia hasta el punto de suspenderse los actos oficiales y la no salida de la edición que preparaba el ministro galo de Cultura como me lamentaba Pere Gimferrer en su reciente invitación de Tribuna Ciudadana. Cunqueiro, por el contrario, está en alza de aceptación social, el galleguismo lo diviniza, pero no sólo en su tierra, sino en la lengua española.

Estuve a punto de homenajear a Cunqueiro y a Céline levemente, desde mi modesto escaño europeo, pero mentar al francés es reabrir una herida profunda, todavía no cicatrizada con el bálsamo de la buena literatura, y don Álvaro es simplemente un desconocido en estos pagos, sin traducciones, aunque sus personajes hayan trotado por la Bretaña mágica.

Para mí, ambos, Céline y Cunqueiro, son un recurso constante y transversal.

En fin, 2011, año Céline, año Cunqueiro... aunque no sé cuántos se han enterado, demasiado próximos los dos a la Santa Compaña.