Hace casi veinte años, la Reina Isabel de Inglaterra, en su habitual discurso televisado de Navidad, calificaba de «annus horribilis» aquél que asistió a los devaneos de los príncipes Carlos y Andrés, además del incendio del castillo de Windsor. En España, aunque el mensaje navideño del Rey Juan Carlos I de este año no llegue a tal ataque de sinceridad, muy posiblemente el televidente captará como telón de fondo la mala cosecha de la cotización de la institución monárquica española. Por un lado, los últimos tests de popularidad según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) demuestran una bajada a mínimos históricos, y por otro lado, el «Urdangate» o caso del yernísimo está enlodando los cimientos de la institución. Pero como se dice en las tierras cantábricas: «Nunca llovió que no escampara», y la Familia Real siempre contará con el escudo protector del aparato mediático e influencias de la Casa del Rey, y en el peor de los casos, merced a los privilegios cortesanos, nunca le faltarán unas habichuelas o el cómodo retiro en algún país de acogida o asilo por sus hermanos de sangre azul.

Sin embargo, el común de los ciudadanos españoles vive también su annus horribilis y no tiene tan asegurados el condumio ni la estabilidad en su marco de existencia (empleo, vivienda, educación, calidad de vida, etcétera ). Veamos.

En el plano económico, hemos pasado del esperpento a la tragedia. Así, la primera fase de la crisis económica nos dejaba sumidos en la perplejidad propia de un mundo absurdo. Economistas que no vieron venir el mayor tsunami financiero de la historia, pelotazos de aprovechados del tumulto, políticas públicas de gasto seguidas de radical austeridad, bancas pirómanas que apagaban el incendio con subvenciones públicas, recortes del chocolate del loro en contraste con pompas a cargo de la pólvora del rey, etcétera.

La segunda fase de la crisis económica muestra la cara trágica. La dimensión de la crisis es internacional y unos tipos con nombre de bufete televisivo marcan el camino (Goldman Sachs; Standard and Poor's; Merkel and Sarkozy; Euribor, etcétera). La sombra del «corralito» es constante y prácticamente no hay sector empresarial que no pida auxilio: el sector inmobiliario está paralizado; la venta de automóviles ha convertido los concesionarios en expositores; las pymes se ahogan por el abuso de las grandes superficies, que a su vez compiten entre ellas para expulsarse del mercado; el sector editorial tradicional y el periodístico sufren un invierno crudo con las primeras nieves de la competencia electrónica; el mundo audiovisual padece una piratería tan depredadora como comprensible; la hostelería, entre leyes del tabaco e impuestos crecientes, asiste impotente a la fuga de clientes; los titulados universitarios desempeñan trabajos sin cualificación; los opositores a empleo público no tienen a qué opositar; los profesionales ven que sus servicios son menos reclamados y menos pagados; las actividades económicas de servicios prescindibles dan boqueadas (turismo, asistencia doméstica, gimnasios, guarderías, etcétera) y, en general, muchos no saben si el nuevo día les traerá un tijeretazo, un ERE, un impuestazo u otra medida que, como en el infantil juego de la oca, los coloque en la casilla de la posada, el pozo o la cárcel (sin tirar varias jugadas), en el laberinto (retrocediendo casillas) o en la calavera (¡en la casilla de salida!).

En el plano político, la situación también es inquietante. El cambio de signo electoral dominante en España tras las elecciones del pasado 20 de noviembre tiene el mismo significado que la decisión del enfermo terminal cuyo médico sólo le da malas noticias y que se arroja en brazos de otro facultativo. El tiempo dirá si éste resultará un cirujano eficaz y salvador o un fantasioso curandero. Lo cierto es que las conquistas sociales peligran: la sanidad pasará de ser una necesidad a ser un lujo, la educación quedará en segundo plano, los contratos laborales se convertirán en un cheque en blanco, las subvenciones públicas se reducirán al mínimo y el Estado adelgazará hasta la anorexia.

La insólita situación me recuerda la película clásica «El coloso en llamas» (1974), donde un imponente rascacielos aparentemente seguro sufre un incendio que avanza inexorablemente planta a planta de manera que los invitados a la fiesta de inauguración que se celebra en el último piso, tienen que tomar la crucial decisión que les dicta su conciencia. En unos casos, la resignación ( esperar las llamas), en otros la temeridad (arrojarse al vacío) y la mayoría buscar frenéticamente una salida.

En particular, recuerdo la escena en la que un chico, ante las amenazadoras llamas, se despide de su novia explicándole que solía correr pruebas de atletismo y que envuelto en unas toallas empapadas puede conseguir aguantar los pocos segundos que le llevará atravesar corriendo el pasillo de fuego y alcanzar lugar seguro. Tras un beso de despedida, lo intenta y las lenguas del fuego lo abrasan. Esperemos que nuestro caso sea mas bien el de quienes conservaron la cabeza fría como el protagonista Steve McQueen y consiguieron superar el trance, porque lo realmente importante en el tumulto que vivimos es mantenerse como dice el célebre poema del «Sí?» de Kipling, «en tu puesto la cabeza tranquila, cuando todo a tu lado es cabeza perdida», y valorar lo que auténticamente conservamos los españoles y que nos hará salir de la crisis: una democracia de hierro, un sentido latino del valor de la familia y la amistad, y una sociedad que ha demostrado históricamente con creces su capacidad de supervivencia y adaptación a las vacas flacas. No es malo reexaminar nuestras vidas y metas cuando nos vemos enfrentados a una situación compleja y actuar en consecuencia.

En fin, como decía burlonamente el periodista gallego Julio Camba, «hay años en que uno no está para nada».