Hace unas semanas, un reputado e innovador gerente -Dan Pallotta- confesaba en su blog de la revista «Harvard Business Review» que en la mitad de sus conversaciones económicas no tenía ni idea de lo que sus interlocutores le estaban diciendo: «Cuando era joven, me sentía estúpido por no entender lo que me decían, pero ahora sospecho que la intención de mis interlocutores era no hacerse comprender». La razón no es otra que la manía de muchos profesionales de no emplear los nombres reales de las cosas reales, como los pomos de las puertas que suenan más modernos cuando se convierten en «una innovación en el acceso residencial».

Él mismo utiliza sus habilidades verbales para encontrar un nombre sugerente para la causa de estos males: abstractonitis y acronimitis. Siglas y anglicismos mezclados con prosopopeya, que es otra interesante función del lenguaje: ocultar, fingir o resaltar un estatus social o intelectual para transmitir, de forma solapada, información adicional (ahora lo llaman metadatos).

En algunas reuniones profesionales he sufrido presentaciones de consultores con ese lenguaje moderno. Exponían las ventajas de alguna herramienta, proyectando diapositivas (Power Point queda más fino) con apoyo en el cañón de luz. Algunos parecen evocar a aquellos vendedores de crecepelo en las películas de vaqueros. Expresiones de gran efecto y poco significado, como «pensar fuera de la caja» o «romper paradigmas». Mi preferido es «vamos a superar las expectativas del cliente».

Los consultores venden un producto intangible -también a sí mismos- y por eso muchos manejan un lenguaje que a veces parece fingido -como eso tan pegadizo de «poner en valor»- o demasiado artificial. Pero, sin duda, el mayor ejemplo de la tontería lo encontramos en los «productos derivados y estructurados de perfil agresivo» que tan famosos se hicieron contaminando de manera trágica nuestra economía financiera en esta crisis.

En la Administración miramos con cierto recelo a la consultoría porque, en ocasiones, no es más que un eufemismo para sacarle dinero a alguna autoridad del Estado. Otras veces, los intereses de los poderes públicos se mezclan y son las autoridades quienes «hacen consultoría» y asistencia a las empresas. No me refiero al caso de Urdangarín. En Albany (EE UU), en un reciente juicio por corrupción, el congresista Boyland fue absuelto alegando que no se le estaban pagando sobornos, sino, simplemente, era contratado por personas en busca de su asistencia (influencia) para abrir las puertas del Gobierno, porque representaba «una marca» en la política de Nueva York.

Esto no significa que yo crea que los consultores son innecesarios en el sector público. Hay multitud de campos donde son útiles. Así, en los aspectos tecnológicos, informáticos -tan dinámicos y tan caros- y en todo lo que suponga gestión de la innovación. El mayor enemigo de los consultores de gestión está en nuestro corporativismo funcionarial -lo reconozco-, que, por principio, tiende a obstaculizar cualquier innovación o cambio estratégico. A veces, el ambiente laboral es tan nocivo que parece necesario acudir a la ayuda externa para cambiar la cultura organizacional, aunque hubiera bastado, para resolver la mayor parte del problema, con cambiar ese directivo tóxico que no sabe trabajar en equipo ni delegar.

Peter Drucker -que ha sido el consultor más famoso del mundo- solía decir que él aportaba a cada caso no tanto sus conocimientos sobre un problema específico, sino más bien su ignorancia, pues con frecuencia los protagonistas están demasiado inmersos en los problemas como para ver todas sus ramificaciones.

Un estudio de IBM señala el origen de las ideas innovadoras de las organizaciones según este orden: primero, en los propios empleados; segundo, en los «business partners» (¡toma ya!); tercero, en los clientes; cuarto, en los consultores; y quinto, en los competidores. En último lugar aparece la Universidad, pero eso tiene muchos matices. Por cierto, curioso es el caso de IBM que antes fue un gigante industrial y hoy poco más que una consultora.

Es probable que se busque fuera lo que se tiene en casa. ¿Por qué razón? A veces es necesario fundamentar una decisión impopular y parece más justificada si proviene de una institución independiente de la propia organización. Primero se contrataron consultores para gestionar el crecimiento y ahora para el decrecimiento. Un amargo ejemplo lo tenemos bien cerca: la Generalitat valenciana pagará 424.800 euros a una firma para que le diga dónde efectuar un drástico recorte en sus sesenta y cuatro entidades del sector público. No quiero ni pensar en las caras y los silencios de los empleados que son visitados por esos consultores, jóvenes de traje oscuro que quieren comerse el mundo. No me cabe ninguna duda de que los empleados pensarán que un recorte rentable sería no gastar en tales consultores.