El otro día, en Fitur, los asturianos presentamos con todos los honores al gochu asturcelta, que, según cuentan sus criadores, es una raza autóctona que, tras años de mucho tesón, hemos rescatado del olvido, tal que fuera la gran resurrección de un cerdo del que nadie había tenido noticia hasta la fecha. Para lograr que la gente se haga conservadora, basta con darle algo que conservar. Si hay algo que el nuevo régimen está consiguiendo sin necesidad de sufrir los varapalos de la oposición es la recuperación / conservación de nuestro tiempo perdido, eso que los regionalistas llaman nuestro pasado o nuestras raíces, por mucho que uno piense que esas raíces, inevitablemente, siempre huelen a estiércol.

Asturias vuelve a la ritualización del pueblo con los andares de un hermoso cerdo. La ritualización del pueblo asturiano mediante la gastronomía y sus trajes populares ha sido siempre una maniobra política que tiende a exaltar en ese pueblo los valores de su pobreza, el quietismo y el conformismo, la idealización de una vida arcádica de pastores arando de sol a sol y criando cerdos, al son de una gaita y una pandereta. Sin embargo, no vayamos a culpar a estas alturas a un pobre cerdo de los problemas que sufre Asturias.

Este sambenito que le han colgado al cerdo de Fitur responde a la autocomplacencia de una parte del pueblo asturiano, a una sublimación de su pobreza, sublimación, dicho sea de paso, fomentada interesadamente por los conservadores /conservacionistas de nuestra región. A veces, los que controlan el cotarro han ido tan lejos en su juego que han llegado a creérselo y han colaborado con él, igual que las nobles francesas jugaban a ser pastoras en Versalles. Pero la demagogia de las costumbres no tarda mucho tiempo en apagar su llama, de modo que «el pobre vuelve a su pobreza, el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas» (Serrat).

Todas las sociedades, sea cual sea su régimen, sufren en algún momento la exaltación nacionalista o regionalista de los supuestos valores populares, y en esta exaltación se esconde la trampa de mantener a su pueblo satisfecho. Por el contrario, si los asturianos hemos llegado a tener conciencia de nuestra propia realidad es porque nos hemos desvestido de todo folclore que invitara a pensar que éramos un pueblo galo que logró resistirse a la invasión de los romanos. Porque un pueblo que se entrega al folclore y la gastronomía no deja de ser un pueblo que se aburre entre la cultura y el sexo o a la escasez de ambas cosas.

La geografía de un país, su arquitectura, su urbanismo están condicionados por el espíritu de una época, y el espíritu de una época está hecho de las profundidades de la Historia, de la noción del presente, y sobre todo, de la previsión de su porvenir. Resulta definitorio contemplar que lo más interesante que los asturianos hemos podido presentar en Fitur este año es un cerdo alegre y bullanguero, con toda la legitimidad, eso sí, que otorga saberse parte de una raza. Nuestro consuelo consiste en saber que hemos rescatado una verdad del paraíso natural: la verdad del cerdo, querido y desocupado lector, cuya náusea nos invita a todos a un hermoso y pantagruélico genocidio.