El Gobierno acaba de anunciar que la legislación incluirá sanciones personales -posiblemente de tipo penal- para aquellos gestores que -expresémoslo en términos corrientes, tan inapropiados como claros- «estafen» con las cuentas públicas. Ya no para aquéllos que roben, cometan fraude o cohecho, sino para quienes autoricen pagos para los que no existe consignación o se salten las normas presupuestarias, conductas para las que hasta ahora no existía tipificación delictiva o la había sólo de forma muy vaga e indirecta.

Como era de esperar, la medida ha levantado fuertes protestas, y calificativos como «fascista», «autoritaria» u otros de ese jaez han recaído sobre ella. Permítanme manifestarles mi absoluto acuerdo con la idea de la penalización de ese tipo de conductas fraudulentas. He venido reclamándolas hace tiempo y por algún documento público andan escritas.

Naturalmente, ello no entraña necesariamente la sujeción estricta a la ausencia de endeudamiento, pero sí la limitación del recurso a la deuda en unos márgenes razonables y pautados, así como la previsión de una posibilidad de extraordinarios por catástrofes. Tampoco la obligación de que se cumplan las previsiones de ingresos, pero sí la de que, en el presupuesto siguiente, el déficit sobrevenido se enjuague mediante el recurso a la reducción del presupuesto o a la elevación de los impuestos. Y, desde luego, en cualquier caso, debe tenerse por delictivo el contraer compromisos no incluidos en los presupuestos o en partida habilitada a tal fin.

Los partidarios de la barra libre o de la falta de control suelen traer, a su favor, dos argumentos principales: la autonomía de las instituciones y el servicio a los ciudadanos. Puesto que el primer argumento tiene como causa la justificación del segundo, el de la atención a los ciudadanos, déjenme centrarme en éste.

En primer lugar, si tal razón existe en el proceder de los políticos y de los partidos, es siempre una razón que convive con otras, mucho más poderosas y determinantes, de forma casi universal, en la conducta política: el poder y el triunfo electoral, el mantenimiento del empleo propio y la atención a los próximos y los adeptos. Y, fíjense, no estoy diciendo que ninguna de estas motivaciones entrañe ilegalidad o anomalía ninguna, ni tampoco que en su prosecución deban cometerse: simplemente señalo que ése es el motivo principal de la acción política (envuelto, por supuesto, en esa creencia mágico-religiosa de que nosotros somos el bien y los demás, el mal, por lo que todas «nuestras» acciones van siempre, aun por caminos torcidos, en la buena dirección y en provecho de los más).

Todas las maneras de falsificación de las cuentas públicas son una forma de estafa: moral, política, demagógica, unas; cercanas a lo que el código califica como tal, otras. El primero de los fraudes se produce, por lo general, mediante la falsificación de las previsiones de ingresos, práctica habitual en los últimos años: de ese modo, tenemos un instrumento que, con apariencia de legalidad, nos permite engañar a los ciudadanos prometiéndoles obras que no vamos a poder realizar o -a empresas y ciudadanos- comprometiendo devengos que no vamos a poder pagar. El segundo es más escandaloso, y consiste en acometer un gasto sin tener partida presupuestaria alguna para ello (ni aun la fementida).

Ya se darán cuenta de la cadena de engaños y fraudes que de ahí derivan: las promesas que no se pueden cumplir pero que valen para conseguir votos; la concurrencia con ventaja electoral sobre quien no gobierna, que no puede halagar con mentiras que tienen apariencia de cumplimiento. Además, los encargos sin presupuesto son una fuente de corrupción inevitable: a quien le encomiendo que haga este año algo que sabe que no va a cobrar o que tiene que hacer de tapadillo, tengo que compensárselo en el futuro, y, con facilidad, sabrá él agradecerlo. Pero, aunque no se llegue al cohecho, es evidente que a quien se le ha entregado una adjudicación sin concurso ha de acudir con ventaja a la convocatoria pública cuando ésta se realice.

Todo ello tiene, además, efectos nocivos sobre el coste de las cosas y sobre el empleo. Es conocimiento común el que a muchas instituciones se les facturan precios muy elevados para compensar el retraso en el cobro. Naturalmente, quienes al final pagan esos sobrecostes son los ciudadanos, a través de sus impuestos o su empleo.

En este aspecto de los retrasos e impagos, la situación ha sido escandalosa durante todos estos años. En el ámbito estatal, más allá de los recortes presupuestarios, muchas empresas de construcción han despedido a sus empleados porque no se cobraba ni siquiera lo presupuestado, adjudicado, realizado y certificado. Los parones subsiguientes en autovías y vías férreas son la otra cara de esos ciudadanos en el paro y de esos incumplimientos.

Y en el ámbito municipal y autonómico hemos asistido a la feria del puerto de arrebatacapas so capa del populismo de Luis Candelas. Hace escasos meses, señalaba aquí, en LA NUEVA ESPAÑA, cómo un ayuntamiento asturiano pedía un crédito extraordinario ¡para pagar parte de las deudas del 2005 a proveedores! No cito el topónimo por no ser injusto, pues así hay cientos, si no miles, de instituciones, entre autonómicas y municipales. ¿Se imaginan los miles de empresas y empleos destruidos por ese camino? ¿Las pérdidas empresariales y los sobrecostes municipales? ¿Los favores y las promesas para que algunos proveedores aguantasen? ¿El chantaje institucional para que no fuesen a los tribunales?

¿Y aún creen ustedes que este tipo de conductas no deben tipificarse de forma meridiana y, en su caso, sancionarse de manera inmediata?