El pasado 2 de febrero la marmota «Phil», siguiendo la ceremonia de predicción del tiempo más conocida de Estados Unidos, en Pennsylvania, salió de la guarida donde hibernaba y vio su sombra, y, al percatarse de que el sol de invierno se mantenía, regresó a su madriguera y reveló a los asistentes que el invierno duraría seis semanas más.

De forma parecida, diríase que el presidente del Principado de Asturias, Álvarez-Cascos, ha visto su propia sombra o más bien lo que ha sembrado, y, conocedor de que el invierno presupuestario y legal se mantendría, ha optado por volver a asomarse el 25 de marzo a las actas de las elecciones autonómicas en Asturias para cerciorarse de si su primavera política por fin ha llegado.

Esa ceremonia de la marmota se hizo popular en la película «Atrapado en el tiempo» (1993), cuyo protagonista se ve obligado cada mañana a vivir lo mismo del día anterior, una y otra vez. Pues bien, esa sensación de estar atrapados en el tiempo nos invade si consultamos las hemerotecas y recordamos cómo hay asuntos judiciales que nos han acompañado el último trienio, un día sí y otro también (minutas de Marbella, Marta del Castillo, los trajes de «Gürtel», «affaire Garzón» o el «caso Urdangarín, por ejemplo).

Esas sentencias tardías sobre casos tan célebres nos recuerdan la Fábula de Esopo sobre cómo los montes dan terribles signos de estar a punto de dar a luz, infundiendo pánico a quienes los escuchan, y al final de su ladera sale un simple ratoncito. El parto de los montes es ridículo y el parto de los grandes procesos judiciales se ofrece similarmente grotesco: muchas instrucciones y pocas satisfacciones, ya que lo más sorprendente es que, además, el tiempo invertido en la instrucción y proceso judicial suele ser inversamente proporcional al tiempo de condena impuesta. Además, los pocos condenados son los únicos cuyas rejas no los dejan atrapados en el tiempo, pues por la aritmética penal y penitenciaria agotan sus penas en un brevísimo plazo, para indignación de víctimas y ciudadanos de bien.

Por eso, cuando escuchamos al nuevo ministro de Justicia que agilizará los procedimientos encargando a los notarios que formalicen los divorcios de mutuo acuerdo, nos encontramos ante otro parto de los montes. La justicia penal es prioritaria y debe ser garantía de máximos, porque la privación de libertad afecta al don más bello y más difícil de indemnizar, pero eso no es incompatible con adoptar reformas que concilien rapidez con garantías.

El «caso Marta del Castillo», al igual que el experimento cuántico del Gato de Schrödinger, permite concebir que un mismo gato está vivo y muerto a la vez, nos muestra cómo una sentencia penal que juzga a los adultos da por probados unos hechos distintos de los que ofrece una sentencia para el menor implicado. En el «caso Gürtel», un jurado toma su decisión y curiosamente buena parte de la ciudadanía se abochorna y recela del criterio de sus propios convecinos llamados a juzgar. Ello sin olvidar el caso de los niños de Córdoba que no aparecen, pese a un padre desvergonzado que juega al gato y al ratón con la justicia y nos muestra la impotencia del Estado para arrancar una declaración del imputado que facilite el paradero de los infelices niños.

El «caso Garzón» ejemplifica el culebrón judicial elevado a su máximo exponente, donde, siguiendo el sistema de ignición de los fuegos artificiales, se plantea ante la Audiencia como el tres en uno (escuchas a los abogados, instrucción de los crímenes del franquismo y cobros de la Universidad de Nueva York), y cada uno de los procesos cuenta con el protagonismo de una verbena hasta comportarse como una traca final, asombrándonos el enorme ruido mediático, y sabiendo todos que cuando finalice el olor a pólvora (cualquiera que sea el desenlace) quedará mancillada la visión de la justicia española.

El «caso Urdangarín» será la piedra de toque de nuestro sistema judicial para comprobar su eficacia y solvencia, pues tiene todos los ingredientes para comprobarlo: tráfico de influencias, corrupción administrativa, presencia de la Monarquía, ingeniería contable, etcétera. El sarao mediático está servido e incluso me atrevería a decir que la decepción popular está cantada.

Ello sin olvidar la perplejidad ciudadana ante las decisiones judiciales sobre beneficios penales y cómo, mediante una fianza elevada para cualquier currito pero nimia para una banda organizada, recientemente se permitía que una banda del Este con antecedentes por asaltar residencias saliera feliz por la puerta de la prisión mientras calmosamente prosigue la instrucción y juicio por sus delitos.

No deben culparse de estas situaciones a policías ni jueces, ya que ellos aplican las leyes penales y procesales que los parlamentarios aprueban, pero nadie nos quita una sensación agria como la de Ortega y Gasset en aquella queja ante la situación política que vivía de «No es esto, no es esto».

No se trata de que las sentencias se pongan al estilo de la marmota «Phil», aunque no faltará quien piense que tal sistema generaría mayor acierto y menor descontento. Se trata de acometer cambios sustanciales en el papel de la Policía, la fiscalía y los tribunales que den respuesta satisfactoria al castigo de los delincuentes, la protección de las víctimas y la tranquilidad ciudadana.

Aunque no soy experto en el tema, algo me dice que en cuanto al sistema procesal penal no estamos en el mejor de los mundos penalmente posibles, y si la comunidad internacional está constituida por dos centenares de estados, de los que cincuenta son democrática y económicamente avanzados, algo podremos aprender de éstos si sus ciudadanos se muestran judicialmente satisfechos.

No podemos ser los españoles tan soberbios de pensar que tenemos un diseño penal infalible e inmejorable cuando la percepción popular es insatisfactoria. Bien está una ley de Enjuiciamiento Criminal que regule el procedimiento desde las primeras investigaciones hasta la sentencia para evitar una sentencia injusta, y bien están códigos penales repletos de delitos para todos los gustos y con penas cuyo cálculo requiere calculadoras avanzadas, pero mejor será afrontar el reto de reformas integrales que, sin descubrir el Mediterráneo, nos permitan percibir que la justicia hace honor a su nombre.

No podemos soportar todos los días mucho ruido y pocas nueces de instrucciones y procesos penales relevantes como espectadores televisivos de un frívolo «Gran hermano» judicial. Si nos resignamos a vivir con el actual sistema, seguiremos atrapados en el tiempo, asistiendo una y otra vez a juicios mediáticos en paralelo con juicios reales que estallan finalmente como pompas de jabón y nos dejan repletos de desencanto.