Fernández de la Vega se ha hecho un arreglo que le ha sentado muy bien. Un simple cambio de estilismo -peinado e indumentaria- habría pasado desapercibido. Pero tan notable mejoría tiene difícil explicación sin bisturí, botox o ambas cosas, razón por la cual los medios de comunicación estuvieron días analizando la doble instantánea del antes y después, que es algo así como el frente y perfil de las ruedas de reconocimiento policiales.

El principal error de Fernández de la Vega ha sido no seguir la regla de oro de los profesionales del ramo: mejor pequeños retoques escalonados en el tiempo, que todo el pack de una sentada. El cambio ha sido rotundo y los más críticos lo han considerado una rendición incondicional a los patrones estéticos que, al parecer, toda mujer progre y feminista ha de obviar e incluso contravenir aposta para alejar al demonio y todas sus tentaciones de cuerpo y alma.

Así que entre risitas y silencios escocidos, según el caso, a Fernández de la Vega le han afeado su deseo de estar guapa y hasta hay quien ha insinuado que lo ha hecho para «gustarle a alguien», negándose a aceptar que una mujer esencialmente quiere gustarse a sí misma. Es injusto, insensible, machista -sí, machista- pero, sobre todo, es cansino. Cansino de puro cansancio de batallar para que cada cual haga lo que quiera sin meter el dedo en el ojo a nadie.

No se trata en absoluto, y quede esto muy claro, de comulgar con ruedas de molino y aceptar como modelos de referencia cuerpos y caras imposibles, recauchutados, esculpidos a base de química tóxica, mejorados con photoshop y convertidos al final en momias rotas de párpados retráctiles, miradas extraviadas, labios enquistados, tetas como rocas en cuerpos secos, patas de pollo. Algún Garzón conseguirá alguna vez sentar en el banquillo a quienes tanto daño han hecho con tanta mentira interesada.

No, no se trata de eso. Seguimos militando por la vida más allá de la talla 44, reivindicamos la arruga y asumimos los efectos de la gravedad hasta el punto de que la mayoría manifestamos nuestra intención de dejar que la naturaleza -la misma que nos ha hecho hijas, madres y amigas- siga graciosamente su curso y vernos envejecer con humor. Porque envejecer es el síntoma más evidente de haber vivido y de seguir haciéndolo. Y eso, con todo, incluidos daños colaterales, sólo puede ser motivo de celebración.

De manera que no se trata de aparentar los años que no tenemos ni de reinventarnos en otras, sino de estar estupendas en el punto en el que nos encontramos. Estupendas por alguna cosa o la suma de muchas. Estupendas y conformes. Y creo que nuestra protagonista, mujer coqueta con vocación de sofisticada, no pretendía quitarse años o resucitarse en distinta, sino estar en su misma edad y pellejo, pero pelín más a gusto. ¿Y?

No seré yo quien la critique por ello. Entre otras cosas porque sigue cayéndome tan bien como cuando encajó con elegancia sin par el zapatazo de su entonces jefe, presidente feminista que, sin embargo, dispensó trato dudoso a algunas de sus más leales colaboradoras, como Carme Chacón. Quizá para eso está la lealtad, para ponerla a prueba. Y en estos casos, como en tantos otros, las mujeres solemos superar el examen con nota.

De manera que, sobradamente preparadas, sobradamente currantas, supervivientes del modelo superwoman de la vida? no, ya no estamos para chanzas a nuestra costa, tenemos muy ganadas nuestras decisiones y hasta nuestras contradicciones, si es que alguien prefiere interpretarlas así. Hemos conquistado muchas playas y, entre medias, la decisión de arrugarnos y desarrugarnos a gusto y con salero. Y de bendecir los támpax, la depilación láser, el maquillaje permanente, las medias reductoras, el tinte con queratina y la máscara de pestañas waterproof.

Dicho esto, feliz día de Comadres a todas. Y a todos.