Esta vez va en serio. Anteriores vaticinios se caían por su propio peso, pero en esta ocasión todo indica que deberíamos dejar de tomárnoslo a cachondeo. El mundo se acaba el próximo 21 de diciembre. No llegamos ni a la lotería de Navidad. Lo dijeron los mayas hace un porrón de años y, vaya usted a saber por qué, van a estar en lo cierto. Y a las pruebas me remito. Que el augurio provenga de una extinta civilización no tendría mayor relevancia, a no ser que en la actualidad haya claras evidencias que lo ratifiquen. Y entre todas ellas, una fundamental e incontestable: los bancos han dejado de conceder préstamos. Eso sólo puede significar que saben de buena tinta -y la calidad de su información suele ser de primera- que todo se acaba, que el planeta está en las últimas. En consecuencia, la gente no va a devolver los créditos. No es que el sistema financiero esté reseco ni que la banca esté utilizando los fondos públicos para sanear sus cuentas; tienen la certeza de que el 21 de diciembre se irá todo al carajo y los banqueros están haciendo lo que mejor saben hacer: quedarse con toda la pasta por si en el más allá hiciera falta liquidez y pueden volver a hacer negocios. Por ello, además de su propio dinero, que no es poco, se están quedando con el nuestro. Y con las escrituras de los pisos.

Es la prueba irrefutable del inminente final. Así que, señoras y señores, como es inútil luchar contra el terco destino, olvidemos el futuro y aprovechemos lo que nos queda de existencia. La crisis es una pamplina. Qué sentido tiene asegurar que a partir de 2013 comenzaremos a salir de ella si para entonces no seremos más que polvo de estrellas. A vivir, que son dos días. Ni planes de pensiones, ni propósitos más allá de la fatídica fecha. A darle caña a esta perra vida y a despedirnos a lo grande. Estoy decidido a tirar la casa por la ventana. Aquí no voy a dejar nada. Me lo fundo y en diciembre trasciendo sin un céntimo. Total, supongo que no habrá que pagar peaje, digo yo.