Dramático, deliberadamente dramático, el discurso de don Mariano Rajoy en la clausura del congreso del PP en Sevilla, donde anunció más paro y más sacrificios sin poner fecha a la recuperación económica, que él mismo había pronosticado como automática a partir de la llegada del PP al Gobierno. «Ojalá nuestra situación económica hubiera tocado fondo, pero no es así», dijo. Luego pasó a justificar la adopción de la durísima (para nuestros parámetros) reforma laboral, que calificó de «buena, justa y necesaria», y, sobre todo, de perfectamente asumible por una mayoría de los españoles que lo votaron en las pasadas elecciones. Un discurso, de resonancias eclesiásticas, encaminado a exaltar las virtudes cristianas de la resignación, la mansedumbre, el sacrificio y, de forma especial, la utilidad de la familia como remedio eficaz contra el paro.

«Las nuevas generaciones piensan -reflexionó don Mariano en voz alta- que no alcanzarán el bienestar de sus padres, y los padres viven con impotencia esa frustración de sus hijos. Los abuelos se han convertido en apoyo de sus familias. Es el mundo al revés». Y efectivamente está en lo cierto. Una sociedad en la que los hijos no tienen esperanza de encontrar un empleo bien retribuido, los padres temen quedarse en el paro y los abuelos han de subvenir las necesidades de la familia con una modesta pensión es un mundo al revés. ¿Qué porvenir le espera a una sociedad donde la pensión de los abuelos es la única garantía fiable del futuro común? Pues muy problemático. Mientras vivan los abuelos y el Estado pueda pagar sus pensiones con cargo a las nóminas de los que aún no están desempleados, tendremos un pequeño margen para la esperanza, pero lo que venga después es una incógnita tenebrosa. El panorama es oscuro.

Estos días hemos oído decir a los críticos de la reforma laboral del PP que el objetivo último de esas medidas es despedir de la forma más barata a los padres para que los hijos ocupen sus puestos con un salario mucho más bajo que el de sus progenitores, y así poder competir con los chinos. (Caso de que los chinos estuvieran interesados en competir con nosotros en las dos únicas actividades económicas en que hemos destacado durante estos últimos años, es decir, el turismo y la construcción). Si esto fuera cierto, el porvenir de esa familia solidaria que nos describe don Mariano Rajoy se complicaría bastante porque el salario que reunirían entre todos sus miembros se habría reducido drásticamente. El hijo que, con suerte, haya encontrado un empleo mal retribuido no podrá emanciparse, el padre despedido cobrará el paro hasta que se le agote la prestación y el abuelo procurará no morirse antes de tiempo para no empeorar las cosas.

Vistas las cosas desde esa perspectiva tan precaria, podemos explicarnos perfectamente la decisión del señor Rajoy de no insistir en la congelación de las pensiones que había decretado su antecesor en el cargo, señor Zapatero, siguiendo instrucciones de la Unión Europea. Por una parte, necesitaba contar con el apoyo y la simpatía de nueve millones y medio de pensionistas, y por otra, debía asegurar, al menos temporalmente, la columna que sostiene nuestro andamiaje social antes de que se venga abajo. Efectivamente, vivimos en un mundo al revés. ¿A quién se le ocurre pensar que la crisis económica provocada por el latrocinio y la incompetencia de los intermediarios financieros pueda resolverse por los mismos medios que nos llevaron a este pantano? ¿O con recortes sociales?