Si me lo permiten, me gustaría comenzar desvelando dos secretos. Son de esos que, más o menos, todo el mundo intuye, pero, al mismo tiempo, encuentra muchas dificultades a la hora de verbalizar. El primero es que los unicornios no existen. El segundo es que, para la Unión Europea, la democracia no ha constituido nunca una cuestión prioritaria.

La polis Europa no es un espacio democrático. No se trata de un problema de déficit de participación o de discontinuidades en los canales que deberían conectar a los ciudadanos europeos con las instituciones comunitarias. No es un tema de ineficiencias y, seguramente, nos estemos engañando si seguimos tomando por bueno el conocido argumento de que éste es un proyecto político de equilibrios enormemente complejos que, además, aún se encuentra en construcción. Como afirma Hans Magnus Enzensberger en el ataque que efectúa contra el edificio europeo en «El gentil monstruo de Bruselas», la democracia no se encuentra presente en el ADN de la Unión. Dejen de buscar allí el unicornio de la democracia. No está, ni ha existido. Europa es, antes que nada, una «oficina». Y punto.

Los argumentos de Enzensberger resultan enormemente polémicos y seguramente provocarán escándalo entre la amplia comunidad de politólogos, juristas, historiadores o sociólogos que han intentado encontrar rastros de democracia en la práctica política comunitaria. Por cierto, con poco éxito. Pero la irrupción de un anatema de tal calibre puede ser también un elemento de dinamización del debate sobre si la democracia tiene o no cabida en el proyecto europeo.

Y es que la tremenda herejía tiene donde sostenerse. En su concepción, la Europa que ahora tenemos es un proyecto de élites que surge de los escombros de la II Guerra Mundial. El diseño de Jean Monnet es genéticamente tecnocrático, de la misma forma que el padre político de la Unión se ajusta perfectamente al ideal de técnico gris, aburrido y conscientemente posicionado en las sombras de la brega política.

Por si esto fuera poco, en su evolución posterior, la Unión Europea también ha sido resuelta como toca a un proyecto político que no demanda la conexión con los ciudadanos. Todos los grandes momentos de su historia reciente, desde Maastricht hasta Amsterdam, desde el Acta Única hasta la Unión Económica y Monetaria, desde la doble ampliación de 2004 y 2007 a la gestión de la actual crisis de deuda, han sido abordados de espaldas a la sociedad europea. La misma extrañeza, perfectamente percibida por los ciudadanos, se encontraría detrás del fracaso de aquellas (pocas) iniciativas en las que sí fue rastreable un atisbo de preocupación por atenuar el vacío democrático, como el esfuerzo social de la Comisión Delors en los noventa, el fallido proyecto de Constitución o el intrascendente ejercicio de elegir representantes para una institución tan lateral en términos prácticos como el Parlamento europeo.

Europa ha sido para los ciudadanos una realidad oscura, que ha provocado más desinterés que desconfianza. La intrascendencia pública de Monnet ha encontrado un perfecto relevo en última generación de figuras grises, con nombres como los Ashton, Van Rompuy o el propio Barroso, que asoman la cabeza entre una vasta masa alien de comisarios, eurodiputados y técnicos diversos, ajenos y desnaturalizados. A pesar de ello, las cosas funcionaron más o menos bien. Realmente, la Unión Europea no necesitaba del ciudadano porque, como tecnocracia hermética y distante, pudo hacer descansar su legitimidad en la racionalidad, eficiencia y relativa intrascendencia de sus decisiones.

Todo fue bien... hasta que dejó de ir bien. La ausencia de democracia no representó un problema... hasta que ha empezado a representarlo. De repente, las directrices que emanaban de Europa dejaron de ser suaves y persuasivas y se volvieron intimidatorias y ásperas. La crisis de deuda transmutó a Europa de «madre en madrastra» para algunos socios nacionales, con Grecia como banco de prueba del ajuste dentro de la eurozona y la Hungría de Viktor Orbán fuera de ella. Muchos ciudadanos comenzaron a preguntarse qué justificación, más allá de la que vincula a acreedores y deudores, fundamenta la imposición de cuasi protectorados económicos de unos socios sobre otros dentro de Europa. ¡Qué paradoja!, como en las ciudades estado de la Grecia clásica, las deudas han adquirido la capacidad de convertir al hombre libre en esclavo, privándolo de sus derechos democráticos.

Entre edificios ardiendo en el centro de Atenas y derivas nacionalistas, la distancia y el desconocimiento con respecto a Europa se han transformado. Tal y como detecta el Eurobarómetro sobre opinión pública de la Comisión Europea, una corrosiva sensación de desapego hacia lo europeo se ha extendido en los dos últimos años. En estas circunstancias, la situación se vuelve muy peligrosa para la otrora aburrida «oficina» comunitaria. Porque ésta, que ha podido sostenerse sobre el vacío democrático gracias a la indiferencia de los ciudadanos, muy difícilmente podrá seguir haciéndolo en condiciones de frontal rechazo.