Resulta jocoso el número de republicanos, coyunturalmente juancarlistas, o no, que ha producido de repente el «asunto Urdangarín». Mezclar churras con merinas es un recurso de discusión muy científico, exhibido a diario con evidente autosatisfacción por las porteras televisuales que se reclaman periodistas para prez y orgullo de la profesión. En la secular historia autocrática de España, la República es casi una asignatura pendiente y parece normal su reviviscencia como deseo latente cada vez que se cuestionan aspectos puntuales de la institución monárquica. Pero esa normalidad es ficticia si presenta una desproporción causa-efecto tan grande como en el caso que nos ocupa. Advertimos entonces que el oportunismo pseudorrepublicanista degrada el respeto a la institución republicana, y nos parece lógico el pudor de los verdaderos republicanos que rehúsan confundirse en el mogollón.

No es menos chocante la superficialidad con que nos perdemos el respeto a nosotros mismos, que hemos refrendado por gran mayoría una Constitución restauradora de la forma monárquica del Estado, con nítidas condiciones democráticas por primera vez en la historia. Pasamos la vida dando incienso a la «Constitución de la concordia», o a sus padres fundadores, y no dudamos en tirar de barra libre a la hora de regurgitar contra uno de sus principios básicos. No parece serio, pero «España y yo somos así, señora»...

Tampoco se entiende que los republicanos de pro puedan coincidir, ni siquiera en los medios, con los fines cavernarios de Manos Limpias, muy crecida tras el infame «caso Garzón». Rechinan los dientes cuando se los oye legitimarse como acusación privada contra Urdangarín, al mismo nivel que la pública de la Fiscalía y la Abogacía del Estado. Pero así es y debe ser la democracia, trátese de abertzales o de fascistas.

Y disuena penosamente que a la Familia Real se le niegue el derecho al sentimiento familiar que consagra la Biblia en la parábola del hijo pródigo, aun cuando separe inconfundiblemente la depuración de presuntas responsabilidades del vínculo afectivo con la presunta oveja descarriada. Hay que preguntarse qué ejemplaridad puede dar una familia a todas las familias si conculca ese elemental sentimiento, y también cómo califican los republicanos sinceros una interpretación tan deshumanizadora de los deberes de Estado.