El martes, a las siete y media, me comunicó José Manuel, el párroco de Jove, que Bardales había emprendido el camino hacia la casa del Padre dulcemente a las cuatro de la madrugada. Cuando lo visité por última vez y recé con él el día anterior, hacia las ocho de la tarde, se veía que su partida sería cosa de horas. Conocí a José Mari, así lo llamaba su madre, en junio de 1956, cuando recién ordenado sacerdote asistí a la primera misa de un condiscípulo, Ángel Luis Bolonia García, en Ribadesella y me alojé la víspera en casa de la familia Díaz Bardales. Era entonces un chavalín de 15 años, simpático, decidido, ilusionado, que había cursado quinto de Latín en el Seminario de Oviedo: él me conocía a mí, pues los pequeños suelen conocer a los de cursos más avanzados. Era el mayor de cinco hermanos, aún no había nacido Tere, y en aquella casa había vida, alegría, bullicio contagioso. Desde entonces mantuve una relación estrecha no sólo con él, con toda la familia: sus padres, José María y Ana, y sus hermanos, Ángel, Ana, Luis, Javier y Tere.

Recién ordenado sacerdote en 1963 fue destinado a Luanco como coadjutor, donde desempeñó una gran labor, especialmente con la juventud, a la que llevaba de calle: muchos de aquellos jóvenes se comprometieron con Jesús en cursillos de cristiandad a los que los invitó y acompañó el joven sacerdote.

Fue justo en esa etapa cuando un día su padre, que era secretario del Juzgado de Ribadesella, recibió un exhorto en el que se le pedían informes sobre la conducta cívica, moral y religiosa «del sujeto» José María Díaz Bardales. El enfado de su padre fue monumental al ver calificado de «sujeto» a su hijo sacerdote, que había cometido el enorme delito de que en su predicación dijo que el amor al prójimo había que extenderlo a todos, también a los gitanos: afirmación que fue considerada como un ataque a la Benemérita, que días antes había utilizado «métodos persuasivos» con algún miembro del colectivo nómada. Al domingo siguiente me vinieron a buscar a Onís José Mari y Luis para ir a comer con la familia a Ribadesella, pues sus padres me apreciaban y mi opinión era tenida en cuenta por ellos. Fue una comida muy agradable y ruidosa y una sobremesa larga y animada, en la que su padre desahogó conmigo, a la vez que se sentía orgulloso de su hijo.

Seguí luego su peripecia vital como coadjutor en Mieres, como estudiante de Teología Pastoral en el Instituto León XIII de Madrid, como párroco en Tremañes y, finalmente, en La Calzada durante los últimos 30 años. Estando yo en Holanda y en Alemania había dos compañeros que me mantenían al tanto de la realidad asturiana en general y de la diocesana en particular: Bárcena, que de vez en cuando me mandaba por correo un «tochu» con pasquines, declaraciones, tomas de postura e informes, y Bardales, que me escribía o llamaba por teléfono, relatándome con detalle los acontecimientos más llamativos. Por el verano conectaba siempre con él y solía pasar una jornada al menos en su grata compañía.

En el otoño de 1979 me visitó en Nürnberg con dos amigos de Ribadesella, Juanín y Pepe: venían de Suecia y se dirigían a Holanda, donde jugaba el Sporting con el PSV de Eindhoven. Para ellos, lo mismo que para sus hermanos, era «el cura». En el verano de 1993 estuvo conmigo una semana en Nürnberg y luego salimos de vacaciones hacia España: el 24 de julio asistimos a una etapa contrarreloj del Tour en la que Indurain fue segundo, debido a que se encontraba acatarrado, y al día siguiente fuimos testigos desde una tribuna de los Campos Elíseos de su apoteosis como vencedor por tercer año consecutivo de la ronda francesa; luego visitamos Normandía y Bretaña.

Cuando regresé jubilado a España en abril de 2007, me invitó a unirme al grupo de El Bibio y a la tertulia de los viernes, en los que él jugó un papel tan determinante en su fundación y su mantenimiento. Colaboré con él desde entonces, sobre todo en las celebraciones comunitarias del perdón en su parroquia de Nuestra Señora de Fátima, en la que se sentía tan a gusto. «Siempre quise ser cura de barrio», solía decir con frecuencia lleno de satisfacción. «Curas como José Luis y Bardales son los que necesita Gijón», sentenció con toda verdad la entonces alcaldesa, Paz Fernández Felgueroso, en la entrega de un premio. Porque Bardales era sobre todo un cura de una pieza: de convicciones firmes, con una sensibilidad especial para los más débiles y con antena para captar las situaciones más comprometidas que requerían su ayuda.

Era un hombre consecuente con sus planteamientos. Pese a haber sido un forofo del Sporting, últimamente se había apartado del fútbol, pues consideraba que era una inmoralidad los millones que se pagan en el fútbol profesional, y denunciaba que los ayuntamientos subvencionen a equipos de fútbol en detrimento de necesidades mucho más urgentes.

Era un hombre de una fe profunda, de un amor entrañable a Jesús de Nazaret y de una confianza total en el Padre, a la vez que crítico con los fallos de la Iglesia. «La cruz de mi fe es la jerarquía», solía decir. Pero mantenía un recuerdo agradecido de dos obispos de esta diócesis: de don Vicente Enrique y Tarancón y de don Gabino, cuyo magisterio y compromiso pastoral siempre resaltaba.

Llamaban la atención la sintonía y la estrecha amistad que mantenía con su predecesor en la parroquia, José Luis Martínez, «el cura bueno», lo que no suele ser lamentablemente muy habitual.

Formaban un tándem sacerdotal que estoy seguro mantendrán en la casa del Padre, donde, después de abrazar a sus padres, se habrá fundido también en un abrazo con José Luis, Miguel Negrete y Juan Ramón Pérez Las Clotas, miembros todos ellos de la tertulia de los viernes.

Era un hombre polifacético. Todavía hace unos días Calo, un buen amigo de Nava, me decía que Bardales había sido profesor suyo de Psicología en la Escuela de Entrenadores de Fútbol y que guardaba un recuerdo muy gratificante de aquella época. De su paso como profesor de Religión en el instituto guardan también memoria imborrable tanto alumnos como profesores. Fue también uno de los fundadores y animadores del Foro Gaspar García Laviana. Era también un riosellano de pro, que vibraba con los acontecimientos de su patria chica y vivía pendiente de lo que pasaba en su tierra. Fue él quien me insinuó que le echara una mano a Campandegui en abril de 2008, al decirme que había celebrado la Semana Santa solo, pese a encontrarse en silla de ruedas. «Hemos perdido un puntal, un gran amigo», me decía ayer Alfonso Peláez. «Sí, pero tenemos un amigo más en la casa del Padre, para que mire por nosotros», le respondí.

¡Descansa en paz, José Mari, en la casa del Padre y échanos una mano a los amigos del Foro Gaspar García Laviana, a los del grupo de El Bibio, a los de la tertulia de los viernes, a tus feligreses de La Calzada, a tus muchos amigos y a tus hermanos, ahora que ya gozas de la compañía entrañable, cara a cara, de Jesús de Nazaret!