Si, como habrá de saberse hoy, la última palabra para ratificar el equilibrio parlamentario entre los bloques de izquierda y de derecha en las elecciones del pasado domingo la acaba teniendo el voto de la emigración, vendría ello a poner la guinda en un proceso iniciado con las elecciones de mayo de 2011 y que no ha sido precisamente un dechado de racionalidad.

Por si la victoria en escaños de un partido con apenas cuatro meses de historia no hubiese sido suficiente, y para el caso de que la disolución anticipada de la Junta General por primera vez en nuestra historia, tras apenas seis meses de gobierno no marcase un hito difícil de superar, el hecho de que el voto de la emigración pueda ser la piedra de toque que desbarate la contumaz cruzada casquista orientada a conseguir desde fuera la subordinación de la organización regional del PP que el líder de Foro no pudo lograr desde dentro, ese hecho no vendría sino a recordar hasta qué punto la presencia de Álvarez-Cascos en la política asturiana se ha convertido en una inagotable fuente de toda suerte de prodigios.

Si la convulsión, la paralización y el desconcierto del último año sirvieran, en definitiva, para colocar, con la colaboración de UPyD, a una coalición de PSOE e IU donde solía, esto es, en el Gobierno autonómico, no sería de extrañar que el electorado en general, y el electorado del centro-derecha en particular, se sintiera legitimado para sacar conclusiones escasamente complacientes sobre el apego de algunos de nuestros repúblicos al interés general de Asturias.

No es que, aun cuando así no fuera, no tuviera el electorado de esta región -o país que, a estos efectos, como a cualesquiera otros, tanto monta- motivos más que suficientes para llegar fundadamente a la misma conclusión. Es que, en ese caso, tales objeciones de ética raigambre bien podrían ser rebatidas al socaire del pedestre contraargumento utilitarista: bien está lo que bien acaba.

Si, por el contrario, fundar un partido y, casi sin solución de continuidad, ganar unas elecciones y disolver el Parlamento terminaran por no ser más que el entremés de una pírrica victoria sobre los afines a costa de acabar entregando el poder a los adversarios, no habría de faltarle razón a quien, sin dejarse cegar por los prodigios, constatara que, al fin y a la postre, la aventurada empresa, más propia de Amadís que del Quijote, habría devenido tan heroica como estéril.